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Poema He Allí La Vida de Jaime Augusto Shelley



No se ama mucho o poco.

Se entrega uno, decididamente, en un abrazo
que dura toda la vida
al ser que palpita en el encuentro:
puede cambiar la persona,
el ser sigue siendo el mismo.

No se ama a veces, o porque sí.
Se es siempre ese otro
hecho vida presente y temporal.

El amor no tiene futuros,
es eternidad de la saliva y arrobamiento de una piel
embebida en el instante:
sudor y orgasmo, renovación de la ternura.

El amor no viene ni va,
es eje aprehendido al calor de los años;
de musgo y de ceniza
brota incontenible
entre un ser y otro
como signo gozoso de igualdad,
matemática que es química;
biología de los pares y los nones,
carne del espíritu resuelta en plenitud:
precisión del tiempo que borra su paso.

No, no se ama mucho o poco.
Se ama, simplemente, en la inasible complejidad
de los espacios. Se ama. He allí la vida.



Poema Guía De La Ciudad De México de Jaime Augusto Shelley



Desde las Lomas Heights,
donde aún habitan, gozosos, los políticos enriquecidos,
los antiguos banqueros, con su blanca (o verde)
faz atónita
y una numerosa flotilla
de grandes capitanes de la industria y el comercio
(que siguen nadando en la corriente,
antes de que Neza los devore)
para bajar por la añosa verdura,
polvorienta y asfixiada, del Bosque,
con su serie de templos adjuntos:
el castillo que sirve al culto reaccionario;
el museo que inventa su pasado indígena;
la exquisita pintura del sector privado, a la izquierda;
y la exquisita pintura del sector público, a la derecha.
Y el lago.
Que es un charco grande, de aguas densamente verdes
y muy contaminado. (Y otro lago más allá; y otro;
pero eso en otros Chapultepec, tan nuevos,
que apenas empiezan a morir).
Junto, el Zoológico, que parece más bien
una clínica de animales maltratados, donde vive
con lujo inaudito, la Osito panda,
usada por todos los medios
y convertida, por arte y magia de la televisión
en arma de penetración china (¡qué risa!)
y seguir por el Paseo,
que ha sido, en realidad, por siglos,
inocentemente,
escaparate y amplísimo callejón vidriado del imperio en turno.

Se llega así a Juárez, con su falsa prosperidad de curios shop,
y su Alameda, remanso al que corren a abrevar
los muchos desempleados, vejestorios de ilusión marchita,
parejillas jugando al clandestino
y furtivo amor del mediodía
y alguna que otra sanguijuela.

Luego Madero,
donde la usura esconde el bulto
en rincones oscuros de segundo piso,
como las cucarachas en cocinas de casa decente.

Hasta entrar a la Plaza, que llaman
de la Constitución (y más bien Zócalo,
por otras historias más antiguas),
con su aire mausoléico
que ya no engaña a nadie,
en cuyas frías arcadas es posible ver aún
cómo se trafica con las cosas;
mientras arriba, en tétricas oficinas
que son como mazmorras,
se deciden voraz
?a veces miserablemente?,
los destinos de la fe, el amplio Valle
en ruinas,
y la patria, siempre despojada.

No te salgas de allí
?ni de las grandes avenidas defecantes?
porque entonces no respondo.

Este monstruo, descascarado y gris,
aun puede devorarte.

Cuídate, sobre todo, de la policía
y otros prestadores de servicios.
Por lo demás,
la gente sigue siendo buena,
triste e inmensamente pobre,
como corresponde a los habitantes
de la Capital de un país
en vías de desarrollo
y a punto de mandarlo todo,
completamente, a la chingada*.

* Nota.
Como antes los Volcanes,
ahora, en ciertos días muy favorables,
es posible descubrir, en las alturas, lo llamado
Ángel de la Independencia.
Sólo que no te detengas demasiado
en los jardincillos de las laterales,
porque puedes ser atacado por las ratas,
que no gustan ver invadidas, ni siquiera los domingos, ellas sí,
su soberanía territorial.



Poema El Buen Camino de Jaime Augusto Shelley



Puedes perderte así un día de fiebre sin saber por dónde
la sangre corriendo emponzoñada puedes perderte así
un día de rabia
Éste es aún el aguerrido mundo de los sueños
Nacerás hoy con buena estrella
Mirarás y serás reconocido
Tomarán tus palabras como justas
Crecerás en boca de los años
Procrearás bestias desbordantes como espejos
Reirás del cura que visita a su sobrina cada jueves
Irás a misa los domingos
Tu llanto en las cantinas
Tu amor en los prostíbulos hasta que
santo día de fiesta
de sed y de atropello giman tus huesos de por tierra
Día de fiesta en parques y alamedas
Día de flores y lamentos
Voces graves en latín pronunciarán tu nombre
al cantar emocionadas la oculta importancia de tu vida
Y nada todo ello una tarde así
de asco de deseo de sol balanceando
sombras de eucalipto sobre un mármol casi blanco
Casi tuyo



Poema Aviso de Jaime Augusto Shelley



Se solicita un patio
con macetas rojas
y vaho de ladrillo recién regado.

Árboles de altura
con pájaros silvestres
que hagan su ritual de baño
y desayuno
en una fuente de labra sencilla
que enmohezca a ritmo su apacible trazo.

Un hogar se solicita.
De cancel abierto.



Poema Anacusia de Jaime Augusto Shelley



Escribía sobre el amor,
¡Como si no tuviera otras que decir,
más importantes!
Sobre cosas que pasan,
sobre miasmas de siempre,
acerca de pólipos y amibas, y eso
?sobre el amor?.
Caía sobre de ello,
sobre de ellas tres,
hembras de mi alquimia.
Escribía sobre ti, yo mismo y otra.
Escribía sobre de ésa
permanente en la tierra,
y ésta, la acullá,
misántropa de seno en seno que me anida.
O sea que arrebujado, adjetival,
casi amante, increpaba contra todas las madres.

Y nadie, en realidad. Ni aquélla,
llena de bríos por la tarde.
Estoy de madrugada,
mar que abate huesos tibios
y arde la ciudad de antropofagia,
quema su habano de ira dominguera,
su mezcal de balaustradas, cuando
teñida y desbordada
silueta de mi hambre,
doblo la esquina ambigua de mi lecho.
Porque abrasaba y el sol gemía
con lentitud de un tampax atrapado
en el clamor del sueño.
Un cactus casi diurno henchía mi lecho
pero volví, perdóname,
y hablé para quien se dirige a una nube
o a un perro, es decir,
triple a mí, amurallado
en momentos de intensa pesadumbre.

Mis uñas iban y venían
comidas por la lepra de las obligaciones
invocando a la madre de Stalin y a sus sucesoras,
gallinas de los huevos de oro,
ásperas hembras sordomudas,
solemnes y férreas, nunca acogedoras,
cuando ese hombre, lleno de pelos
y mirada sombría, se metió en mi casa.

No esperaba ser correspondido, y sin embargo,
colérico de toda su ternura,
arrastró un piano (no vamos a caber, pensé yo),
sacó un violín y un chelo,
oye, aguarda, Ludwig ?le dije?, déjame despellejar este instante.
Sus manos se impacientaban
esquirladas por algo de la rigidez de siempre,
pero quiso sonreír.
?Ibas a hablarme del amor? tornó,
cuando yo clamaba, figúrense nomás, por la madre de Gorki.
Él se movía por la casa, redentor de tránsitos,
espiando las primeras fotos de mi argucia,
erizado padre que quisiera debatir su sueño conmigo.
Libró un acorde o dos, apenas audible, sobre las teclas:
?son unas putas, todas? murmuró;
?cuánto debes amar? dije para conciliar.
Y ya no respondió porque juntos escuchábamos
(esa dificultad para empezar)
el roce de la luz contra su cuerpo.
?No te conozco? pensé, tocándola.
Ella sonrió, bellísima, quitándose el suéter, agitando crines,
con un salto feliz hacia la cama.
Besé con impaciencia sus labios, la desnudé:
era, como todos los días, mi mujer.



Poema A Grandes Voces de Jaime Augusto Shelley



Por sobre los escombros llegados a las puertas del insomnio:
veinte, treinta años doblado
en las esquinas del viento,
susurrante de palabras dormidas:
pan, hambre, a las puertas del insomnio.
Tierra, qué fríos tus senos de ciudad.
Hermano, una limosna, por favor?.
A la una, dos de la mañana, se apaga el run-run de los talleres.
A las dos, tres, se prende de humo, de calor
el cielo azul de las panaderías.
El árbol de sangre muge destazado en los mataderos del alba.
A las cuatro, cinco,
se alivian las calles del orín de los borrachos.

Silencio.
A las siete, ocho,
el run-run, gracias, patrón, por el trabajo,
en los talleres.
?Una limosna, por favor,
una limosna
…?



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