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Poema Lamentación Por Una Perra (3) de Eduardo Lizalde



Muerde la perra
cuando estoy dormido;
rasca, rompe, excava
haciendo de su hocico una lanza,
para destruirme.

Pero hallará otra perra dentro
que gime y cava hace veinte años.



Poema Lamentación Por Una Perra (2) de Eduardo Lizalde



La perra más inmunda
es noble liro junto a ella.
Se vendería por cinco tlacos
a un caimán.

Es prostitua vil,
artera zorra,
y ya tenía podrida el alma
a los cuatro años.

Pero su peor defecto es otro:
soy para ella el último
de los hombres.



Poema La Mano En Libertad de Eduardo Lizalde



Escribir no es problema.
Miren flotar la pluma
por cualquier superficie.
Pero escribir con ella
-Montblanc, Parker o Pelikan-,
sin mesa a mano, tinta suficiente
o postura correcta,
es imposible,
y a veces pernicioso.
Puedo escribir, señores,
con los ojos cubiertos,
vuelta la espalda al piso,
atadas las muñecas,
esparadrapo encima de los labios.
Puedo:
pero no garantizo el producto.



Poema La Bella Implora Amor de Eduardo Lizalde



Tengo que agradecerte, Señor
-de tal manera todopoderoso,
que has logrado construir
el más horrendo de los mundos-,
tengo que agradecerte
que me hayas hecho a mí tan bella
en especial.
Que hayas construido para mí tales tersuras,
tal rostro rutilante
y tales ojos estelares.
Que hayas dado a mis piernas
semejantes grandiosas redondeces,
y este vuelo delgado a mis caderas,
y esta dulzura al talle,
y estos mármoles túrgidos al pecho.

Pero tengo que odiarte por esta perfección.
Tengo que odiarte
por esa pericia torpe de tu excelso cuidado:
me has construido a tu imagen inhumana,
perfecta y repelente para los imperfectos
y me has dado
la cruel inteligencia para percibirlo.
Pero Dios,
por encima de todo,
sangro de furia por los ojos
al odiarte
cuando veo de qué modo primitivo
te cebaste al construirme
en mis perfectas carnes inocentes,
pues no me diste sólo muñecas de cristal,
manos preciosas -rosa repetida-
o cuello de paloma sin paloma
y cabellera de aureolada girándula
y mente iluminada por la luz
de la locura favorable:
hiciste de mi cuerpo un instrumento de tortura,
lo convertiste en concentrado beso,
en carnicera sustancia de codicia,
en cepo delicioso,
en lanzadera que no teje el regreso,
en temerosa bestia perseguida,
en llave sólo para cerrar por dentro.
¿Cómo decirte claro lo que has hecho, Dios,
con este cuerpo?
¿Cómo hacer que al decirlas,
al hablar de este cuerpo y de sus joyas
se amen a sí mismas las palabras
y que se vuelvan locas y que estallen
y se rompan de amor
por este cuerpo
que ni siquiera anunciar al sonar?
¿Por qué no haberme creado, limpiamente,
de vidrio o terracota?

Cuánto mejor yo fuera si tú mismo
no hubieras sido lúbrico al formarme
-eterno y sucio esposo-
y al fundir mi bronce en tus divinas palmas
no me hubieras deseado
en tan salvaje estilo.
Mejor hubiera sido,
de una buena vez,
haberme dejado en piedra,
en cosa.



Poema Grande Es El Odio (i) de Eduardo Lizalde



Grande y dorado, amigos, es el odio.
Todo lo grande y lo dorado
viene del odio.
El tiempo es odio.

Dicen que Dios se odiaba en acto,
que se odiaba con fuerza
de los infinitos leones azules
del cosmos;
que se odiaba
para existir.

Nacen del odio, mundos,
óleos perfectísimos, revoluciones,
tabacos excelentes.

Cuando alguien sueña que nos odia, apenas,
dentro del sueño de alguien que nos ama,
ya vivimos el odio perfecto.

Nadie vacila, como en el amor,
a la hora del odio.

El odio es la sola prueba indudable
de la existencia.



Poema Grande Es El Odio (2) de Eduardo Lizalde



Y el miedo es una cosa grande como el odio.
El miedo hace existir a la tarántula,
la vuelve cosa digna de respeto,
la embellece en su desgracia,
rasura sus horrores.

Qué sería de la tarántula, pobre,
flor zoológica y triste,
si no pudiera ser ese tremendo
surtidor de miedo,
ese puño cortado
de un simio negro que enloquece de amor.

La tarántula, oh Bécquer,
que vive enamorada
de una tensa magnolia.
Dicen que mata a veces,
que descarga sus iras en conejos dormidos.
Es cierto,
pero muerde y descarga sus tinturas internas
contra otro,
porque no alcanza a morder sus propios miembros,
y le parece que el cuerpo del que pasa,
el que amaría si lo supiera,
es el suyo.



Poema El Tigre de Eduardo Lizalde



Hay un tigre en la casa
que desgarra por dentro al que lo mira.
Y sólo tiene zarpas para el que lo espía,
y sólo puede herir por dentro,
y es enorme:
más largo y más pesado
que otros gatos gordos
y carniceros pestíferos
de su especie,
y pierde la cabeza con facilidad,
huele la sangre aun a través del vidrio,
percibe el miedo desde la cocina
y a pesar de las puertas más robustas.

Suele crecer de noche:
coloca su cabeza de tiranosaurio
en una cama
y el hocico le cuelga
más allá de las colchas.
Su lomo, entonces, se aprieta en el pasillo,
de muro a muro,
y sólo alcanzo el baño a rastras, contra el techo,
como a través de un túnel
de lodo y miel.
No miro nunca la colmena solar,
los renegridos panales del crimen
de sus ojos,
los crisoles de saliva emponzoñada
de sus fauces.

Ni siquiera lo huelo,
para que no me mate.

Pero sé claramente
que hay un inmenso tigre encerrado
en todo esto.



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