Poema Yo Mismo En El Espejo de Pelayo Fueyo



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Poema Yo Mismo En El Espejo de Pelayo Fueyo

Desconocidos entre desconocidos,
Un extraño me espía en los espejos.
J. L. García Martín

I

Todas las sensaciones de este cuerpo
por un tiempo y espacio,
y el modo de encauzar tantas visiones
sin perder estos ojos,
me convierten en símbolo de mí
?de mi esencia mostrada?
en carne temblorosa de una estatua
que me voy descubriendo, poco a poco,
en mi propio retrato progresivo
dibujado de pronto en el espejo.

II

El mismo que recibe su mirada
con la caricatura
de un cómplice abandono.
El que inventa
las arrugas futuras en un rostro
que creyó transcurrido en negativo.

Te tocas,
y te encuentras primero con el frío,
con la piel del cristal.

Tú estás adentro,
al fondo de esa imagen: impaciente
por saberte presente en el deseo,
a pesar del azar de la memoria.

III

El espejo de mano,
del indolente vidrio del tocador,
arranca
los perfiles de aquel que sólo busca
sorprender a su antigua vanidad.
Así yo lo traiciono,
porque mis propios ojos
no pueden reprocharse, frente a frente,
lo inútil de seguir con ese juego,
como el adivinar los contrafuertes
que sostienen mi forma obsesionada.
Sin embargo,
mi intimidad tendrá el doble reflejo
de lo superficial y lo profundo,
de lo comprometido y lo distante,
a expensas del espejo;
y este mismo
compensará mi olvido de aquel rito
infantil, añadiendo
su mano al tocador de mis perfiles,
arrancando su propia vanidad
del espejo que ahora lo refleja,
cuando yo ya me olvide de mi forma,
cuando sea disculpa de su causa
por mis viejos motivos,
y terminen por verse, cara a cara,
los espejos que yo solo reflejo.

IV

El humo de las voces del salón
fue adquiriendo mis rasgos, con mi fuga.
Yo lo olí desde lejos,
como el que sabe que posee el fuego,
la dirección del viento, y su desnudo.
Masticaban mi máscara de cera,
mi postura estudiada, y aun los cuerpos
espontáneos que había criticado.
Sin embargo, era un precio
muy barato el que tuve que abonar
por contemplar mi rostro sin palabras,
asumir ese espectro,
y, con su misma falsa ingenuidad,
corregir el discurso, y ese humo.
que ya eran sus rostros en presencia.





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