Poema El Desenterrado de Jorge Enrique Adoum
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Poema El Desenterrado de Jorge Enrique Adoum
Escapa por tu vida: no mires tras de ti.
                                                		Génesis, XIX, 17
		Si dijeras, si preguntaras de dónde
		viene, quién es, en dónde vive, no podría
		hablar sino de muertos, de substancias hace
		tiempo descompuestas y de las que sólo
		quedan los retratos; si preguntas de nuevo,
		diría que transcurre el cuarto al fondo
		de la casa, que conserva destruyendo labios
		como látigos, rostros, restos de útiles
		inútiles y de parientes transitorios
		en su soltera soledad.
                                              		Pero ¿quién puede todavía
		señalar el lugar del nacimiento, quién
		en la encrucijada de los aposentos, halla
		la puerta por donde equivocó el camino?
		Detrás de su ciega cerradura, el hombre
		y su mujer ajena, que la tarde devuelve
		puntualmente, suelen engañarse con amantes
		abandonados o difuntos, desvestirse a oscuras,
		cerrar los ojos, primero las ventanas, y con la voz
		y con las manos bajas, incitarse a dormir
		porque hace frío. Pero un día despiertan
		para siempre desnudos, descubren la edad
		del triste territorio conyugal, y se toleran
		por última vez, por la definitiva, perdonándose
		de espaldas su muda confesión de tiempo compartido.
		Y a través de caderas sucesivas, volcadas
		como generaciones de campanas, el seco río
		de costumbres y ceniza continúa, arrastra
		flores falsas, recuerdos, lágrimas usadas
		como medallas, y en cualquier hijo recomienza
		su antepasado cementerio.
                                                         		Y es duro apacentar
		el alma, y es preciso salvarla de la tenaz
		familia: apártala de tu golpeado horario
		y sus descuentos, defiéndela renunciando
		a las uñas que ya nada pueden defender,
		ayúdame arrancando las difíciles pestañas
		que al sueño estorban, las ropas, las
		palabras que establecen la identidad
		desenterrada.
                                		Porque desnudo y de nuevo
		sin historia vengo: saludo, grito, golpeo
		con el corazón exacto la vivienda
		del residente, quiero tocar sus manos
		convertidas en raíz de mujer y de tierra, y otra vez
		pregunto si estuve aquí desde antes,
		cuándo salí para volver amando este retorno,
		si he llegado ya, si he destruido
		el antiguo patrimonio de miedo y abalorios
		por donde dios se abrió paso a puñetazos,
		si cuanto tuve y defendía ha muerto
		de su propio ruido, de su propia espada,
		para sobre la herencia del salvaje tiempo
		y sus secretos, para sobre sus huesos
		definitivamente terrestres y quebrados,
		sobre la sangre noche a noche vertida
		en la verdura rota, en los telares,
		recién nacer o seguir resucitando.
De «Ecuador Amargo» 1949