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Poema Ser Ante Los Ojos (al Amanecer V) de Gerardo Guinea Diez



Frente a él descubre que dejó de ser niño
y el hombre, frente al niño,
entiende que se volvió espejo,
y el ser reclama al hombre y al niño toda la
calamidad: máscaras, órganos mutilados,
juguetes rotos, viejos sueños de fin de año,
en fin, el arrebato de la memoria sustraída;
la que el asustado espejo quiere
escamotearnos sin saber que el niño ?o el
hombre? salen de un charco negro
como un embrión de luz, victoriosos,
como una antigua fábula
que confirma la persistencia
de las calles, de los juegos,
del color de la luz,
a pesar de que ésta, con los años,
ha palidecido;
aunque todo se jodió para todos,
la renovación del asombro siguió su
deambular, catequista insomne,
maniantal cristalino, denso,
aunque el borracho
de la esquina de siempre
eche al aire sus acostumbradas palabras:
hijoeputas, hijoeputas
y el niño, el hombre, el ser y nosotros
lo ayudemos a comprar su aguardiente
para que en sus ojos se desborde
una cascada de gracia que purifica las calles,
los balcones,
los geranios que retozan en las cenizas del
aire, lanzados por siempre, como un engaño
a la elocuencia que esconde
la señora del delantal aparente,
la que nos acusó de comernos
los ojos de los santos de la iglesia,
esa discontinuidad de adobe y claroscuros
que aspira a domiciliar el alma de todos:
el viejo vendedor de periódicos,
el señor de la tienda, el zapatero,
el carnicero, las mujeres,
el chofer, el mecánico,
los desplazados de El Quiché,
en fin, esas derrotas invertidas
en espera del puñal y su perdón.

El ser
carcomido por los falsos perdones,
por los equívocos de una noche de juegos
entre los escombros de una casa.

¿A qué juega el niño, que abjura
de su condición de hombre?
A camuflar su adultez.
Pero, ¿a quién engaña?
tal vez, a nadie, porque intuye la inevitable
emboscada del tiempo.
Inevitable para sus viejos compinches,
para él que adivina la imposibilidad
de enarbolar sueños falsos,
¿falsos? quizá no,
aunque el hurto se le antoja inevitable,
tanto como la paliza que caerá sobre todos.

En el lapso asistirá gustoso a la puesta
en escena de un hombre
que va de la niñez a la adolescencia,
de ésta a la madurez
y estrenará de nuevo
su condición de niño.

El niño sueña,
el ser sueña a ser niño y éste,
simplemente a ser;
el niño corta una rodaja de domingo,
se la come y conoce el sabor de ese día;
rebana otro pedazo
y mientras lo engulle
regresan los sueños y las calles.
Brega inútil, oprobio que de tanto repetirse,
resulta una tómbola donde ganará
la muerte y el olvido.

Envuelve el resto del día en papel celofán.
Decide guardarlo y caminar por los sueños,
es decir, por los recuerdos.
Y el niño se transmuta en hombre
y éste en palabra
y ésta en eternidad y ésta…
Y la palabra se va juntando con otras,
minuciosa
diligencia que abre dos expedientes:
el nefando, el cual creció hacia dentro de la
ignominia;
y el otro, la palabra que sigue,
apareándose con otras,
brecha voluptuosa,
camino expedito hacia la nada
y la felicidad de todos.

El ser y el niño ?el hombre?
buscan un asidero en la promiscuidad de las
palabras
y ellas, como jóvenes bailarinas les niegan
las claves del tiempo y la memoria.
Ahí siguen, tal cual,
parados en el poste de la esquina;
ahí, insoldables,
como en un páramo fértil,
aunque todo sea una patraña
y el vientre se les haya hinchado de preguntas.

El hombre ?el niño? acarrean al ser.
¿A dónde lo llevan?
Lo acomodan con cuidado,
casi con amor y devoción.
En la carretilla llevan su edén sustraído,
su gloria efímera,
caminan y caminan,
su sosiego disimula su torpeza;
siguen, siguen.
En la bocacalle ven pasar una procesión,
siguen; paran y recogen a un borracho;
siguen, se paran; abandonan la carretilla
y se ven en silencio,
con sus bocas y sus ojos en llamas;
es la hora del fuego,
hablan las llamas con su lengua de cristal,
debajo del vértigo emergen los ídolos,
ésos, los que anudan las pasiones
y las destripan en el filo del reflejo;
entonces, toda la realidad se fragmenta en
miles de pedazos
que ambos recogen con paciencia
y suficiente vergüenza.
Cada trozo de luz ?como un charco?
refleja una hoguera que alumbra los
entendimientos
y éstos inundan con su fuego
el centro de la vida,
de la calle, del barrio.

Un humus de ser
flota alrededor del día.
No hay duda,
el niño y el hombre poseen cientos,
acaso miles de nuevos reflejos,
los de la vegetal condición de las máscaras,
los de la salvaje llave que cierra el jardín;
los que enseñan el simulacro
para ensayar el acto de poner la otra mejilla;
los de una geometría delirante,
cautiva, avallasadora;
los del canto que sostienen con
alfileres de insomnio
nuestros callados delirios.

Cada uno guarda su parte,
su porción de luz sin saber del equívoco:
son cientos, o miles,
que son uno y nada, que son uno
porque es exactamente el mismo reflejo;
uno aloja a todos y todos alojan al ser,
al niño y al hombre que se postran
ante la monarquía del engaño.

Se observan el vientre:
aún está hinchado de preguntas.
Su indigesta condición los arrima
a la orilla de la fatiga,
la que embriaga para olvidar
un hecho irrefutable:
sus manos están vacías,
marchitas,
impacientes.

Mientras ordenan sus nuevas pertenencias,
se consumen las palabras
por la boca del fuego.
Sonríen y ven a la prostituta;
ella camina como si la vida fuera un bolso
que esconde una lámpara
inservible desde siempre.

Ríen de nuevo, aproximan el mirar a sus
muslos, que sigue caminando como si
inventara el tiempo, la dicha, la calle,
la penumbra de ésta,
como si fuera a tragarse el mundo
por su boca,
como si fuera a parir una bandera,
icono de mendigos que sueñan un país;
como si fundara un aljibe
de donde todos desean
beber el elixir de la amnesia;
como si supiera que conoce
el sabor del alba,
como si conociera el rostro de la muerte,
como si supiera que ellos
?el niño, el hombre?
están ahí nada más
para pregonar la lepra del ser.

Lo sabe,
lo sabe porque se siente,
desde su sigilosa majestad,
dueña desmemoriada del desamparo,
de la hoguera que consume
día a día lo poco de luz
de los hombres y las mujeres.

La mujer ?la prostituta?
difunde a los cuatro vientos
la derrota de la achacosa memoria
y ellos ?el hombre y el niño?
regresan a las tinieblas,
con un vacío turbio en la boca del estómago,
en la boca del fuego, en la boca de las
palabras que retozan en el destello de los
cientos ?¿miles?? de espejos.

Palabras, raíces alcoholizadas,
pretexto para discursos políticamente
correctos, eclipses que sólo suceden en las
pesadillas de los que tienen
tranquila la conciencia.

El niño deja de soñar.
El mundo está en su sitio, nada cambió.
Mientras soñaba los años
siguieron siendo los mismos.
El niño conoce de memoria
1966 y los años que siguen.
El hombre posee el mismo misterio develado.
No existe futuro
y el presente es el pasado
con su cúmulo de años,
sumados, uno tras otro, uno tras otro.

El niño, que ahora es hombre,
vive en 1967 ?¿o en 1968??,
qué importa,
son los mismos personajes:
el panadero, la joven mujer casada
que le da su amor por las mañanas,
el sastre que abre temprano el negocio,
la anciana que va al mercado,
las mujeres que venden perejil, hierbabuena
y un poquito de esperanza,
un sorbito de inocencia,
Luis Turcios Lima
que practica su oficio de sombras;
¿qué año es el que transcurre? ¿1970?
¿1971? ¿Cuál? No importa en verdad,
son las mismas sombras que irrigan con su
luz, los días y el misterio de los meses.
Allí, los Beatles y Janis Joplin, acá, más
cerca, el mayo francés y nuestro arruinado
junio, Led Zepellin y las manos de Obregón,
todos retozando en el filo de la gracia
y la tragedia.
El hombre, intuyendo a Sartre
y el niño indigesto de Dumas o Tolstoi.

El hombre y el niño frente a la luz,
que les devuelve al país real.
Ambos frente a frente,
alter ego,
sueño invertido;
ambos,
intercambiándose.
El hombre viéndose niño
y el niño adivinándose hombre.
Otra vez ambos,
otra vez,
otra vez,
hasta que desaparecen
y surge de la nada el ser;
ya no es niño,
ya no es hombre,
es ser, es ser,
otra vez, ser,
hasta el cansancio,
hasta el reflejo.



Poema Ser Ante Los Ojos (al Amanecer Iv) de Gerardo Guinea Diez



El ser
despojándose de su tintura,
de su codicia,
de su apetencia;
el ser,
devorándose a sí mismo;
el ser y el hombre ?¿el niño??
apostilla de la soledad.

El ser,
anemia que provocó la insipidez
de las horas y los días;
el niño ?¿el hombre??
anticipo del ser, pregunta al revés,
máscara para las verdades,
pretérito febril de despropósitos.

El ser, el niño y el hombre
ascienden por las viejas calles,
llenas de hombres viejos y mujeres jóvenes,
hartas de reversos y portones
que simulan el umbral;
ellas, hartas de esperar y dar,
fatigadas de tanto amar, de tanto ver,
de tanta anunciación y abandonos,
mientras el niño ?¿el hombre??
se convierte en una tea de deseos,
de ilícitos, y proclama su niñez
jugando a las escondidas,
a los policías y ladrones,
jugando a ser hombre,
jugando el hombre a ser niño
y el ser que da su anuencia
para ataviar al barrio de aparecidos,
de advertidos infiernos,
de paraísos que apenas duran una tarde,
a lo mejor una hora,
justo el tiempo necesario
para que ellas,
a pesar de su fatiga,
inicien al hombre en los menesteres de niño;
y es cuando el niño
?que ya remeda a un hombre?
se apropia de los misterios del cuerpo,
ese que después será
un espectro de nosotros mismos;
y, además, el niño ?¿la ingenuidad
perdida??
aprende en la habitación cómo zurcir las
sábanas del aire,
pero no lo dice, finge y se pertrecha
porque desea seguir siendo niño
para que ellas le sigan develando
los enigmas.

Aquellos que se van hilando
de remiendo en remiendo,
de gemido en gemido,
de beso en beso,
de pecho en pecho;
y el niño, siendo hombre,
de arreo en arreo, empieza a caminar,
justo hacia su destino: el de los espejos.



Poema Ser Ante Los Ojos (al Amanecer Iii) de Gerardo Guinea Diez



El hombre, creyéndose niño,
camina a la orilla del precipicio
y se lanza en pos del viento,
el que tiene forma de barrilete,
¿está en Santiago Sacatepéquez?

No, está instalado en el tiempo duro,
infatigable, rebelde.
Está otra vez en la frontera del ser y el estar.
En la eternidad del recuerdo,
en la búsqueda de lo cercenado,
en las añejas disputas
de una extenuante tarde de fútbol callejero,
en el moretón de la última pelea,
en las sedantes piernas
de la muchacha mayor
que pasa todos los días,
a las seis de la tarde,
sí, con ella, en su grupa,
en su desconcierto de adolescente.

Está en la andadura de sus días;
en las leyendas de los primeros guerrilleros,
los que tomaron la iglesia de la Parroquia;
está en los rostros de los judiciales,
en su sudor,
río de adrenalina y cobardía,
río de abismos,
ríos que simulan una pira
para desconsuelo de la algarabía de
mañanas pintadas de amarillo,
como si fuesen un sueño dorado.
Está en esos recuerdos que todos olvidaron.



Poema Ser Ante Los Ojos (al Amanecer Ii) de Gerardo Guinea Diez



El ser
resguardando lo verdadero
y falso de nuestros espejos,
ánimas desolladas por las hendeduras
que nuestras sombras
van dejando en los muros
de calles de bisbiseos escatológicos,
de manchas que testimonian tiempos
escindidos,
yugos floreados
en llantos de olvidos;
muros y calles,
madriguera del ser,
anunciación de pasadomañanas
que nunca llegaron.

El ser,
siervo notable que trampea
el cerco de la nada,
la que resulta escaño en el yerro
de los que creyeron en el escarmiento
como un paulatino camino
hacia la obediencia.

El ser y el hombre
que aún se cree niño
y ve con ojos de daga,
una realidad que no sabe cortar.
Del niño y el pan en la mesa,
del niño que arrima a su hombro
un poco de inocencia
para calmar su hambre y desolación.

Y entonces, ese niño,
que es hombre,
entrevé en el boquete de las horas
el portillo que lo devuelve
a la edad de la inocencia,
a ese interludio de los días
en que jugar detrás de los árboles
o en el filo de la inmanencia
era más que cuestión de honor:
las risas de sus compañeros,
cobertizo para protegerse
de la intemperie de la congoja.

Ellos y el hombre,
que aún es un niño,
soñaban con inaugurar
la época del avallasamiento del dolor;
un día, apostándole a un balón,
otro, simplemente a ver el cielo,
otro, a fortalecer el enclenque
sentimiento de la vida.
Hacerlo de ese modo, así, nomás, simple,
tal vez para amancebarse con la felicidad,
esa que sólo sabe dar la lluvia,
el canto de un grillo,
la penumbra de la calle,
los ojos de una niña,
pájaro luminoso,
viento equivocado,
redención a punto de suceder.

Esa felicidad,
la de la cerveza en la tienda del barrio,
la del saludo mañanero;
ésa, la de la joven mujer
que resulta ser un cruel enigma,
ella, la que nos moja los sueños
y nos engaña cuando funda abril
como un tiempo,
cuando inventa diciembre como una alegoría,
cuando en su vientre se gesta agosto,
o quizá mayo
para iniciar un siglo de largos
y húmedos aguaceros.

El niño, creyéndose hombre,
husmea en las esquinas del barrio
a sus antiguos fantasmas.
¿Qué sería de Chus?
¿Qué sería del Chino?
¿Qué sería…?
y así, entre interrogantes,
va descubriendo cómo se dibuja
en el aire la mano devota
que renueva la memoria del aire,
la del fuego.



Poema Ser Ante Los Ojos (a Mediodía Xi) de Gerardo Guinea Diez



El ser y todo yo congregado
en un hondo corredor de espejos
donde los sueños preceden al canto
y al ingenuo entusiasmo de los hombres;
el ser y todo el hedor
de los prisioneros del tiempo,
los que se quedaron en la orilla del reflejo;
los que naufragaron
y salieron a la playa
con los despojos de los sueños ultrajados,
risa y risa,
llanto y llanto,
con el rostro de Proteo insinuado en sus ojos
repletos de victoria y derrota.

El ser y toda la fuerza congregada
en las manos que empujan las pesadas
puertas de hierro; las que dejan entrar
la vida para urdir epifanías;
como la que preside el otoño
o la tenue primavera que llena de ecos
las voces que antes fueron silencio,
nada, olvido, inventarios
perdurables de cosas comunes.

El ser y el joven ayudando
al caos a ordenar el universo
inexplicable de las tinieblas.
Y el joven, en su afán,
dispersa las sombras para
inaugurar un sol poniente,
una luz que riega su oro
sobre baldosas y antiguas calles.
Calles que guardan rencores apagados,
rachas de abriles y voces infantiles
urdiendo engaños, proezas y
cultos idolátricos a héroes
de carne y hueso.

Así, en el fondo de las miserias y las glorias
de los días, entre la luz y el recuerdo,
va dibujándose de nuevo la escalera
del pasado. Por ahí bajan El Santo,
alguna que otra gloria del fútbol,
Blue Demon y Pie de Lana,
Tin Tan Peña y el Culiche Espinoza,
el Circo Navarro y sus solitarias fieras.

Pero el joven, ya hombre,
desconoce que la gloria que
busca sólo será estrépito y ceniza.
Y en esa ignorancia guardará
un secreto: él es, él será
todos los hombres muertos,
él será un arquetipo de esas muertes,
como en Auschwitz, como en
la campaña de Leningrado
o Sunzapote, o las llanuras
que cabalgó Bolívar;
no alcanzará el esfuerzo,
todo será en vano;
él será, él es,
los nombres, los que duran
al transponer la frontera del olvido.
Porque ellos, los nombres,
saben que Dios está lejos,
pero no olvida a los que
profesaron la vieja fe del hierro,
del trueno,
del delirio.



Poema Ser Ante Los Ojos (a Mediodía X) de Gerardo Guinea Diez



Toma de la mano al hombre,
al niño,
a sí mismo;
el tiempo dicta su sentencia:
todos serán obligados a la valentía
a pesar de su miedo.
Quizá después, muy después,
vendrán los demás que salven a la historia.
Pero ahora, el clamor es uno:
empuñarán la espada del humo,
como lo hizo Barrios en occidente,
Turcios en el oriente,
Yon Sosa en las selvas mexicanas,
imitando la hazaña de Díaz en Puebla,
o Morazán marcado por el metal
y su destello que apenas alcanzó
para la débil empuñadura
de una epopeya.

Ahora el niño,
ahora el joven,
ahora él,
casi hombre, casi;
porque todos querían morirse enteramente
detrás de la sombra de la vida.

Pero la fortuna en su terquedad,
los fue haciendo viejos,
hilando los días para beberse
la ancianidad ociosa
de nuestras públicas pesadillas.

El ser, reunido en las vísceras
de la cólera colectiva,
insuficiente como acicate;
nula para recuperar el Arquetipo;
y en el juego de mártires y verdugos,
un crimen se sumó a otro crimen
y a pesar del ruego,
las holladas tierras abrieron
sus brazos al coraje,
y éste, nostálgico,
cambió la versión original de la patria.

El hombre
(casi hombre a fuerza de ser tan joven)
entiende que no había versiones originales,
era una,
una nada más,
la del porvenir profundo,
la de los cuatro horizontes,
la del maíz amarillo,
rojo,
negro,
blanco;
era una nada más,
la de las armaduras
y el dulce barroco antigüeño,
la que irrumpió las almas
y las conciencias para adueñarse,
con el puño encrispado,
de las verdades;
era una, sólo una;
la de las voces de los muertos,
la de las palabras esenciales,
como las de Landívar,
Monterroso, Cardoza y Aragón, Asturias,
como las de Otto René Castillo y Obregón,
que entendieron la inutilidad de estar ciego,
pero también la de tener ojos y no ver.

Era una,
una,
sólo una.
¿Era?
La de las diminutas muertes,
la del porvenir asesinado,
la del infinito que nos depara
el achacoso hoy.



Poema Ser Ante Los Ojos (a Mediodía Viii) de Gerardo Guinea Diez



El ser,
congregación de nubes en el cielo,
níveo desierto que ordena en fila
las viejas batallas.
Al poniente, los lobos;
al oriente, las oxidadas espadas
en espera de reinos y fracasadas glorias.

El ser, laberinto de tiempo
detrás de la errante memoria,
como los estoicos,
balanza de espadas y cañones,
de truenos en la montaña
y aldeas arrasadas,
de niños y jóvenes,
víctimas de la sustraída clepsidra,
de mujeres y hombres,
que vieron llorar a Adán
en su falso Paraíso;
de ancianas tejiendo con sus dedos
la línea imaginaria de una frontera
sin brújulas ni caleidoscopios.

El ser y el hombre,
el joven y el ser,
empuñan sus espadas
como racimos de engaño,
y en el reflejo del ocaso van
desempolvando las ultrajadas ruinas:
los desaparecidos,
los sin lápida,
las cenizas del jardín prometido.

El joven, lejos ya del niño,
descubre el misterio de los hombres
que erigieron la noche,
mito de crepúsculos lacerantes,
cifra misteriosa,
engendro de generaciones con vértigo:
¡viva la patria,
renegados hijos de puta¡
mientras la memoria vaga
por rumbos fatigados
arrastrando las molduras
de un espejo áspero y sin llaves.
Pero, ¿quién entiende el juego?
¿Un dios indescifrable?
¿Las viudas y los huérfanos?
¿Qué espera el joven, qué?
Quizá lo que sobrevive a los cobardes,
lo que queda de un grito en la celda oscura;
lo que pulula en el aire fétido de la victoria,
de la supuesta victoria,
la que se embarra en los muros
de los infiernos necesarios,
testigos de cargo de valentías
hoy equivocadas.

Y el joven, en su atroz confín imaginario,
va reapropiándose del camino
que lo llevará a la puerta,
ya no de su edén sustraído,
sino a la que lleva al espejo
de los nombres y apellidos;
la del espejo sin historias clandestinas,
sin ojos desorbitados,
sin epopeyas ante la tortura.
Ya no fingirá, en sus manos
está la llave de la cerradura;
por allí ingresará al reino de la sed
para aplacar su sed;
por allí encontrará de nuevo
el sendero para fugarse
del tiempo y del olvido.

El hombre y el joven se reencuentran.
Ahí están, el uno frente al otro.
Ahí, un espejo dentro del espejo.
El silencio duerme,
aún espera la palabra,
el verbo exacto,
el que recobra la memoria cóncava,
donde el agua es lava y ceniza,
como la del volcán de Pacaya.



Poema Ser Ante Los Ojos (a Mediodía Ix) de Gerardo Guinea Diez



El ser anida en el hombre y en el joven;
una daga noble ?con alma de Toledo
duerme en la esquina del tiempo;
ellos son sueño, vigilia, polvo?,
atónita hasta el miedo,
derrama su destello de oro y plata.
Ellos se ven.
Permanecen callados,
la avara lengua les niega el vínculo.
Siguen callados.
Siguen, como el tiempo,
como la vida.
Su soledad les ha deparado
el castigo de la memoria.

Se ven de nuevo y callan.
Deambulan dentro del espejo.
Como un tigre frente a otro tigre.
Como un hombre frente a su presa.
Como siempre ha sido.
Como en Andalucía,
Tenochtitlán,
Gumarcaj,
Quiché,
Las Verapaces.

Da vueltas, entra y sale del espejo.
El joven ingresa al universo de fechas
tutelares. Por fin se apropia del secreto orden
que gobierna su pasado.
Ahí están Cervantes y Cien años de soledad;
Rayuela y los libros de Stendhal, Flaubert;
Guerra y paz de Tolstoi,
arrebatada paradoja de un ocioso laberinto
que vendría después; sus manos se lavan la
ceniza y se anuncia El Cid y Pedro Páramo,
las historias del rey leproso soñado por
Asturias como una metáfora impuesta por un
dios colérico;
los viajes de Simbad, como una profecía
de Ulises y nuestra prolongada diáspora;
las antiguas batallas de los cruzados,
siniestra anunciación de símbolos de kaibiles;
de Las mil y una noches como laberintos de
agua que nos acercan a la Alhambra, borrada
por devotas manos
para agredir la dulzura de sus columnas
y su luz, tal como en Chimaltenango,
Quiché,
Petén,
como siempre,
como en Bosnia
y Kosovo.

El ser y todo el yo congregado,
en la hoguera permanente de la historia:
en el fuego de Alejandría,
en las llamas del Triángulo Ixil,
en las atentas vigilias de los hombres
por conservar sus infinitos delirios:
los libros y los sueños.

Él ser y todo el yo congregado
para abrirle las puertas del jardín.
A él, el joven,
que ingresa al declinar la mañana.
Sabe que no se salvará de la agonía,
a pesar del dolor de Jesús
o la rebeldía de Mishima.

Él, el ser, el joven,
camina hasta hundirse
en el pasado cercano.
Aún con las ruinas obtiene el don
de las certezas a medias.
Su pasado es similar al del hombre.
No es el suyo,
no le pertenece
ni pertenece a sitio en particular.
La miseria es infinita.
Así como la noche de Dios es infinita,
su paciencia lo es.
Sabe que no es los otros.
Entonces, ¿quién es?
Lo desconoce,
lo único cierto es su paciente capacidad de
entrever mañanas y ayeres que desembocan
en un río largo,
extenso,
amarillo,
verde,
rojo,
rojo
como el Motagua
o el Nilo.



Poema Sonidos Y Perfumes de Gerardo Diego



Sonidos y perfumes, Claudio Aquiles,
giran al aire de la noche hermosa.
Tú sabes dónde yerra un son de rosa,
una fragancia rara de añafiles

con sordina, de crótalos sutiles
y luna de guitarras. Perezosa
tu orquesta, mariposa a mariposa,
hasta noventa te abren sus atriles.

Iberia, Andalucía, España en sueños,
lentas Granadas, frágiles Sevillas,
Giraldas tres por ocho, altas Comares.

Y metales en flor, celestes leños
elevan al nivel de las mejillas
lágrimas de claveles y azahares.



Poema Silencio de Gerardo Diego



La voz, la blanca voz que me llamaba
ya apenas entre sueños la adivino.
Suena su son angélico
cada día más tímido.
Bajo el agua del lago va enterrándose,
va hundiéndose en el fondo del abismo.
Los años van tejiendo
densas capas de limo.
Ella se esfuerza por romper las ondas,
por dejar su cristal en mis oídos.
Y yo apenas la escucho
como un leve suspiro.
Más que la voz percibo ya el armónico.
Ya más que timbre es vacilante espíritu.
Me ronda, helado, mudo,
el silencio infinito.



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