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Poema Leconte De Lisle de Rubén Darío



De las eternas musas el reino soberano
recorres bajo un soplo de eterna inspiración,
como un rajah soberbio que en su elefante indiano
por sus dominios pasa de rudo viento al son.
Tú tienes en tu canto como ecos de Oceano;
se ve en tu poesía la selva y el león;
salvaje luz irradia la lira que en tu mano
derrama su sonora, robusta vibración.
Tú del fakir conoces secretos y avatares;
a tu alma dio el Oriente misterios seculares,
visiones legendarias y espíritu oriental.
Tu verso está nutrido con savia de la tierra;
fulgor de Ramayanas tu viva estrofa encierra,
y cantas en la lengua del bosque colosal.



Poema La Gitanilla de Rubén Darío



Maravillosamente danzaba. Los diamantes
negros de sus pupilas vertían su destello;
era bello su rostro, era un rostro tan bello
como el de las gitanas de Miguel Cervantes.
Ornábase con rojos claveles detonantes
la redondez obscura del casco del cabello,
y la cabeza, firme sobre el bronce del cuello,
tenía la pátina de las horas errantes.
Las guitarras decían en sus cuerdas sonoras
las vagas aventuras y las errantes horas,
volaban los fandangos, daba el clavel fragancia;
la gitana, embriagada de lujuria y cariño,
sintió cómo caía dentro de su corpiño
el bello luis de oro del artista de Francia.



Poema La Copa De Las Hadas de Rubén Darío



¿Fue en las islas de las rosas,
en el país de los sueños,
en donde hay niños risueños
y enjambre de mariposas?
Quizá.
En sus grutas doradas,
con sus diademas de oro,
allí estaban, como un coro
de reinas, todas las hadas.
Las que tienen prisioneros
a los silfos de la luz,
las que andan con un capuz
salpicado de luceros.
Las que mantos de escarlata
lucen con regio donaire,
y las que hienden el aire
con su varita de plata.
¿Era día o noche?
El astro
de la niebla sobre el tul,
florecía en campo azul
como un lirio de alabastro.
Su peplo de oro la incierta
alba ya había tendido.
Era la hora en que en su nido
toda alondra se despierta.
Temblaba el limpio cristal
del rocío de la noche,
y estaba entreabierto el broche
de la flor primaveral.
Y en aquella región que era
de la luz y la fortuna,
cantaban un himno, a una,
ave, aurora y primavera.
Las hadas ?aquella tropa
brillante?, Delia, que he dicho,
por un extraño capricho
fabricaron una copa.
Rara, bella, sin igual,
y tan pura como bella,
pues aún no ha bebido en ella
ninguna boca mortal.
De una azucena gentil
hicieron el cáliz leve,
que era de polvo de nieve
y palidez de marfil.
Y la base fue formada
con un trémulo suspiro,
de reflejos de zafiro
y de luz cristalizada.
La copa hecha se pensó
en qué se pondría en ella
(que es el todo, niña bella,
de lo que te cuento yo).
Una dijo: ?La ilusión;
otra dijo: ?La belleza;
otra dijo: ?La riqueza;
y otra más: ?El corazón.
La Reina Mab, que es discreta,
dijo a la espléndida tropa:
?Que se ponga en esa copa
la felicidad completa.
Y cuando habló Reina tal,
produjo aplausos y asombros.
Llevaba sobre sus hombros
su soberbio manto real.
Dejó caer la divina
Reina de acento sonoro,
algo como gotas de oro
de una flauta cristalina.
Ya la Reina Mab habló;
cesó su olímpico gesto,
y las hadas tanto han puesto
que la copa se llenó.
Amor, delicia, verdad,
dicha, esplendor y riqueza,
fe, poderío, belleza…
¡Toda la felicidad!…
Y esta copa se guardó
pura, sola, inmaculada.
¿Dónde?
En una isla ignorada.
¿De dónde?
¡Se me olvidó!…
¿Fue en las islas de las rosas,
en el país de los sueños,
en donde hay niños risueños
y enjambres de mariposas?
… … … … … … … … … … … … … … … …
Esto nada importa aquí,
pues por decirte escribía
que esta copa, niña mía,
la deseo para ti.



Poema La Cartuja de Rubén Darío



Este vetusto monasterio ha visto,
secos de orar y pálidos de ayuno,
con el breviario y con el Santo Cristo,
a los callados hijos de San Bruno.
A los que en su existencia solitaria
con la locura de la cruz, y al vuelo
místicamente azul de la plegaria,
fueron a Dios en busca de consuelo.
Mortificaron con las disciplinas
y los cilicios la carne mortal,
y opusieron, orando, las divinas
ansias celestes al furor sexual.
La soledad que amaba Jeremías,
el misterioso profesor de llanto,
y el silencio, en que encuentran armonías
el soñador, el místico y el santo,
fueron para ellos minas de diamantes
que cavan los mineros serafines,
a la luz de los cirios parpadeantes
y al son de las campanas de maitines.
Gustaron las harinas celestiales
en el maravilloso simulacro,
herido el cuerpo bajo los sayales,
el espíritu ardiente en amor sacro.
Vieron la nada amarga de este mundo,
pozos de horror y dolores extremos,
y hallaron el concepto más profundo
en el profundo «De morir tenemos».
Y como a Pablo e Hilarión y Antonio,
a pesar de cilicios y oraciones,
les presentó, con su hechizo, el demonio
sus mil visiones de fornicaciones.
Y fueron castos por dolor y fe,
y fueron pobres por la santidad,
y fueron obedientes porque fue
su reina de pies blancos la humildad.
Vieron los belcebúes y satanes
que esas almas humildes y apostólicas
triunfaban de maléficos afanes
y de tantas acedias melancólicas.
Que el Mortui estis del candente Pablo
les forjaba corazas arcangélicas
y que nada podía hacer el diablo
de halagos finos o añagazas bélicas.
¡Ah!, fuera yo de esos que Dios quería,
y que Dios quiere cuando así le place,
dichosos ante el temeroso día
de losa fría y Resquiescat in pace!
Poder matar el orgullo perverso
y el palpitar de la carne maligna,
todo por Dios, delante el Universo,
con corazón que sufre y se resigna.
Sentir la unción de la divina mano,
ver florecer de eterna luz mi anhelo,
y oír como un Pitágoras cristiano
la música teológica del cielo.
Y al fauno que hay en mí, darle la ciencia
que al Ángel hace estremecer las alas.
Por la oración y por la penitencia
poner en fuga a las diablesas malas.
Darme otros ojos; no estos ojos vivos
que gozan en mirar, como los ojos
de los sátiros locos medio-chivos,
redondeces de nieve y labios rojos.
Darme otra boca en que queden impresos
los ardientes carbones del asceta;
y no esta boca en que vinos y besos
aumentan gulas de hombre y de poeta.
Darme otras manos de disciplinante
que me dejen el lomo ensangrentado,
y no estas manos lúbricas de amante
que acarician las pomas del pecado.
Darme otra sangre que me deje llenas
las venas de quietud y en paz los sesos,
y no esta sangre que hace arder las venas,
vibrar los nervios y crujir los huesos.
¡Y quedar libre de maldad y engaño,
y sentir una mano que me empuja
a la cueva que acoge al ermitaño,
o al silencio y la paz de la Cartuja!



Poema La Canción De La Noche En El Mar de Rubén Darío



¿Qué barco viene allá?
¿Es un farol o una estrella?
¿Qué barco viene allá?
Es una linterna tan bella
¡y no se sabe adónde va!
¡Es Venus, es Venus la bella!
¿Es un alma o es una estrella?
¿Qué barco viene allá?
Es una linterna tan bella…
¡y no se sabe adónde va!
¡Es Venus, es Venus, es Ella!
Es un fanal y es una estrella
que nos indica el más allá,
y que el Amor sublime sella,
y es tan misteriosa y tan bella,
que ni en la noche deja la huella
¡y no se sabe adónde va!



Poema La Calumnia de Rubén Darío



Puede una gota de lodo
sobre un diamante caer;
puede también de este modo
su fulgor oscurecer;
pero aunque el diamante todo
se encuentre de fango lleno,
el valor que lo hace bueno
no perderá ni un instante,
y ha de ser siempre diamante
por más que lo manche el cieno.



Poema La Cabeza Del Rawí de Rubén Darío



I
¿Cuentos quieres, niña bella?
Tengo muchos que contar:
de una sirena de mar,
de un ruiseñor y una estrella,
de una cándida doncella
que robó un encantador,
de un gallardo trovador
y de una odalisca mora,
con sus perlas de Bassora
y sus chales de Lahor.
II
Cuentos dulces, cuentos bravos,
de damas y caballeros,
de cantores y guerreros,
de señores y de esclavos;
de bosques escandinavos
y alcázares de cristal;
cuentos de dicha inmortal,
divinos cuentos de amores
que reviste de colores
la fantasía oriental.
III
Dime tú: ¿de cuáles quieres?
Dicen gentes muy formales
que los cuentos orientales
les gustan a las mujeres;
así, pues, si eso prefieres
verás colmado tu afán,
pues sé un cuento musulmán
que sobre un amante versa,
y me lo ha contado un persa
que ha venido de Hispahán.
IV
Enfermo del corazón
un gran monarca de Oriente,
congregó inmediatamente
los sabios de su nación;
cada cual dio su opinión,
y sin hallar la verdad
en medio de su ansiedad,
acordaron en consejo
llamar con presura a un viejo
astrólogo de Bagdad.
V
Emprendió viaje el anciano;
llegó, miró las estrellas;
supo conocer en ellas
las cuitas del soberano;
y adivinando el arcano
como viejo sabidor,
entre el inmenso estupor
de la cortesana grey,
le dijo al monarca: ?!Oh Rey!
Te estás muriendo de amor.
VI
Luego, el altivo monarca,
con órdenes imperiosas
llama a todas las hermosas
mujeres de la comarca
que su poderío abarca;
y ante el viejo de Bagdad,
escoge su voluntad
de tanta hermosura en medio,
la que deba ser remedio
que cure su enfermedad.
VII
Allí ojos negros y vivos;
bocas de morir al verlas,
con unos hilos de perlas
en rojo coral cautivos;
allí rostros expresivos;
allí como una áurea lluvia,
una cabellera rubia;
allí el ardor y la gracia,
y las siervas de Circasia
con las esclavas de Nubia.
VIII
Unas bellas, adornadas
con diademas en las frentes,
con riquísimos pendientes
y valiosas arracadas;
otras con telas preciadas
cubriendo su morbidez;
y otras, de marmórea tez,
bajas las frentes y mudas,
completamente desnudas
en toda su esplendidez.
IX
En tan preciada revista,
ve el Rey una linda persa
de ojos bellos y piel tersa,
que al verle baja la vista;
el alma del Rey conquista
con su semblante la hermosa,
y agitada y ruborosa
tiembla llena de temor
cuando el altivo Señor
le dice: ?Serás mi esposa.
X
Así fue. La joven bella
de tez blanca y negros ojos,
colmó los reales antojos
y el Rey se casó con ella.
¿Feliz, dirás, tal estrella,
Emelina? No fue así:
no es feliz la Reina allí
la linda persa agraciada,
porque ella está enamorada
de Balzarad el rawí.
XI
Balzarad tiene en verdad
una guzla en la garganta,
guzla dúlcida que encanta
cuando canta Balzarad.
Vióle un día la beldad
y oyó cantar al rawí;
de sus labios de rubí
brotó un suspiro temblante…
Y Balzarad fue el amante
de la celestial hurí.
XII
Por eso es que triste se halla
siendo del monarca esposa,
y el tiempo pasa quejosa
en una interior batalla.
Del Rey la cólera estalla,
y así le dice una vez:
?Mujer llena de doblez:
di si amas a otro, falaz.?
Y entonces de ella en la faz
surgió vaga palidez.
XIII
?Sí ?le dijo?, es la verdad;
de mi destino es la ley:
yo no puedo amarte, ¡Oh Rey!
porque adoro a Balzarad.?
El Rey, en la intensidad,
de su ira, entonces, calló;
mudo, la espalda volvió;
mas se vía en su mirada
del odio la llamarada,
la venganza en que pensó.
XIV
Al otro día la hermosa
de parte de él recibió
una caja que la envió
de filigrana preciosa;
abrióla presto curiosa
y lanzó, fuera de sí,
un grito; que estaba allí
entre la caja, guardada,
lívida y ensangrentada
la cabeza del rawí.
XV
En medio de su locura
y en lo horrible de su suerte,
avariciosa de muerte
ponzoñoso filtro apura.
Fue el Rey donde la hermosura,
y estaba allí la beldad
fría y siniestra, en verdad,
medio desnuda y ya muerta,
besando la horrible y yerta
cabeza de Balzarad.
XVI
El Rey se puso a pensar
en lo que la pasión es,
y poco tiempo después
el Rey se volvió a enfermar.



Poema J.j. Palma de Rubén Darío



Ya de un corintio templo cincela una metopa,
ya de un morisco alcázar el capitel sutil,
ya, como Benvenuto, del oro de una copa
forma un joyel artístico, prodigio del buril.
Pinta las dulces Gracias, o la desnuda Europa,
en el pulido borde de un vaso de marfil,
o a Diana, diosa virgen de desceñida ropa,
con aire cinegético, o en grupo pastoril.
La musa que al poeta sus cánticos inspira
no lleva la vibrante trompeta de metal,
ni es la bacante loca que canta y que delira,
en el amor fogosa, y en el placer triunfal;
ella al cantor ofrece la septicorde lira,
o, rítmica y sonora, la flauta de cristal.



Poema Invernal de Rubén Darío



Noche. Este viento vagabundo lleva
las alas entumidas
y heladas. El gran Andes
yergue al inmenso azul su blanca cima.
La nieve cae en copos,
sus rosas transparentes cristaliza;
en la ciudad, los delicados hombros
y gargantas se abrigan;
ruedan y van los coches,
suenan alegres pianos, el gas brilla;
y si no hay un fogón que le caliente,
el que es pobre tirita.
Yo estoy con mis radiantes ilusiones
y mis nostalgias íntimas,
junto a la chimenea
bien harta de tizones que crepitan.
Y me pongo a pensar: ¡Oh! ¡Si estuviese
ella, la de mis ansias infinitas,
la de mis sueños locos
y mis azules noches pensativas!
¿Cómo? Mirad:
De la apacible estancia
en la extensión tranquila
vertería la lámpara reflejos
de luces opalinas.
Dentro, el amor que abrasa;
fuera, la noche fría;
el golpe de la lluvia en los cristales,
y el vendedor que grita
su monótona y triste melopea
a las glaciales brisas.
Dentro, la ronda de mis mil delirios,
las canciones de notas cristalinas,
unas manos que toquen mis cabellos,
un aliento que roce mis mejillas,
un perfume de amor, mil conmociones,
mil ardientes caricias;
ella y yo: los dos juntos, los dos solos;
la amada y el amado, ¡oh Poesía!
los besos de sus labios,
la música triunfante de mis rimas,
y en la negra y cercana chimenea
el tuero brillador que estalla en chispas.
¡Oh! ¡Bien haya el brasero
lleno de pedrería!
Topacios y carbunclos,
rubíes y amatistas
en la ancha copa etrusca
repleta de ceniza.
Los lechos abrigados,
las almohadas mullidas,
las pieles de Astrakán, los besos cálidos
que dan las bocas húmedas y tibias.
¡Oh, viejo Invierno, salve!
puesto que traes con las nieves frígidas
el amor embriagante
y el vino del placer en tu mochila.
Sí, estaría a mi lado,
dándome sus sonrisas,
ella, la que hace falta a mis estrofas,
esa que mi cerebro se imagina;
la que, si estoy en sueños,
se acerca y me visita;
ella que, hermosa, tiene
una carne ideal, grandes pupilas,
algo del mármol, blanca luz de estrella;
nerviosa, sensitiva,
muestra el cuello gentil y delicado
de las Hebes antiguas;
bellos gestos de diosa,
tersos brazos de ninfa,
lustrosa cabellera
en la nuca encrespada y recogida
y ojeras que denuncian
ansias profundas y pasiones vivas.
¡Ah, por verla encarnada,
por gozar sus caricias,
por sentir en mis labios
los besos de su amor, diera la vida!
Entre tanto hace frío.
Yo contemplo las llamas que se agitan,
cantando alegres con sus lenguas de oro,
móviles, caprichosas e intranquilas,
en la negra y cercana chimenea
do el tuero brillador estalla en chispas.
Luego pienso en el coro
de las alegres liras.
En la copa labrada, el vino negro,
la copa hirviente en cuyos bordes brillan
con iris temblorosos y cambiantes
como un collar de prismas;
el vino negro que la sangre enciende,
y pone el corazón con alegría,
y hace escribir a los poetas locos
sonetos áureos y flamantes silvas.
El Invierno es beodo.
Cuando soplan sus brisas,
brotan las viejas cubas
la sangre de las viñas.
Sí, yo pintara su cabeza cana
con corona de pámpanos guarnida.
El Invierno es galeoto,
porque en las noches frías
Paolo besa a Francesca
en la boca encendida,
mientras su sangre como fuego corre
y el corazón ardiendo le palpita.
?¡Oh crudo Invierno, salve!
puesto que traes con las nieves frígidas
el amor embriagante
y el vino del placer en tu mochila.
Ardor adolescente,
miradas y caricias;
cómo estaría trémula en mis brazos
la dulce amada mía,
dándome con sus ojos luz sagrada,
con su aroma de flor, savia divina.
En la alcoba la lámpara
derramando sus luces opalinas;
oyéndose tan sólo
suspiros, ecos, risas;
el ruido de los besos;
vla música triunfante de mis rimas,
y en la negra y cercana chimenea
el tuero brillador que estalla en chispas.
Dentro, el amor que abrasa;
fuera, la noche fría.



Poema Heraldos de Rubén Darío



¡Helena!
La anuncia el blancor de un cisne.
¡Makheda!
La anuncia un pavo real.
¡Ifigenia, Electra, Catalina!
Anúncialas un caballero con un hacha.
¡Ruth, Lía, Enone!
Anúncialas un paje con un lirio.
¡Yolanda!
Anúnciala una paloma.
¡Clorinda, Carolina!
Anúncialas un paje con un ramo de viña.
¡Sylvia!
Anúnciala una corza blanca.
¡Aurora, Isabel!
Anúncialas de pronto
un resplandor que ciega mis ojos.
¿Ella?
(No la anuncian. No llega aún).



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