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Poema Reglas De Juego Para Los Hombres Que Quieran Amar A Mujeres Mujeres de Gioconda Belli



I

El hombre que me ame
deberá saber descorrer las cortinas de la piel,
encontrar la profundidad de mis ojos
y conocer lo que anida en mí,
la golondrina transparente de la ternura.

II

El hombre que me ame
no querrá poseerme como una mercancía,
ni exhibirme como un trofeo de caza,
sabrá estar a mi lado
con el mismo amor
conque yo estaré al lado suyo.

III

El amor del hombre que me ame
será fuerte como los árboles de ceibo,
protector y seguro como ellos,
limpio como una mañana de diciembre.

IV

El hombre que me ame
no dudará de mi sonrisa
ni temerá la abundancia de mi pelo,
respetará la tristeza, el silencio
y con caricias tocará mi vientre como guitarra
para que brote música y alegría
desde el fondo de mi cuerpo.

V

El hombre que me ame
podrá encontrar en mí
la hamaca donde descansar
el pesado fardo de sus preocupaciones,
la amiga con quien compartir sus íntimos secretos,
el lago donde flotar
sin miedo de que el ancla del compromiso
le impida volar cuando se le ocurra ser pájaro.

VI

El hombre que me ame
hará poesía con su vida,
construyendo cada día
con la mirada puesta en el futuro.

VII

Por sobre todas las cosas,
el hombre que me ame
deberá amar al pueblo
no como una abstracta palabra
sacada de la manga,
sino como algo real, concreto,
ante quien rendir homenaje con acciones
y dar la vida si es necesario.

VIII

El hombre que me ame
reconocerá mi rostro en la trinchera
rodilla en tierra me amará
mientras los dos disparamos juntos
contra el enemigo.

IX

El amor de mi hombre
no conocerá el miedo a la entrega,
ni temerá descubrirse ante la magia del enamoramiento
en una plaza llena de multitudes.
Podrá gritar -te quiero-
o hacer rótulos en lo alto de los edificios
proclamando su derecho a sentir
el más hermoso y humano de los sentimientos.

X

El amor de mi hombre
no le huirá a las cocinas,
ni a los pañales del hijo,
será como un viento fresco
llevándose entre nubes de sueño y de pasado,
las debilidades que, por siglos, nos mantuvieron separados
como seres de distinta estatura.

XI

El amor de mi hombre
no querrá rotularme y etiquetarme,
me dará aire, espacio,
alimento para crecer y ser mejor,
como una Revolución
que hace de cada día
el comienzo de una nueva victoria.



Poema Recorriéndote de Gioconda Belli



Quiero morder tu carne,
salada y fuerte,
empezar por tus brazos hermosos
como ramas de ceibo,
seguir por ese pecho con el que sueñan mis sueños
ese pecho-cueva donde se esconde mi cabeza
hurgando la ternura,
ese pecho que suena a tambores y vida continuada.
Quedarme allí un rato largo
enredando mis manos
en ese bosquecito de arbustos que te crece
suave y negro bajo mi piel desnuda
seguir después hacia tu ombligo
hacia ese centro donde te empieza el cosquilleo,
irte besando, mordiendo,
hasta llegar allí
a ese lugarcito
-apretado y secreto-
que se alegra ante mi presencia
que se adelanta a recibirme
y viene a mí
en toda su dureza de macho enardecido.
Bajar luego a tus piernas
firmes como tus convicciones guerrilleras,
esas piernas donde tu estatura se asienta
con las que vienes a mí
con las que me sostienes,
las que enredas en la noche entre las mías
blandas y femeninas.
Besar tus pies, amor,
que tanto tienen aun que recorrer sin mí
y volver a escalarte
hasta apretar tu boca con la mía,
hasta llenarme toda de tu saliva y tu aliento
hasta que entres en mí
con la fuerza de la marea
y me invadas con tu ir y venir
de mar furioso
y quedemos los dos tendidos y sudados
en la arena de las sábanas.



Poema Rescoldos De Sentir de Gilberto Owen



En esa frente líquida se bañaron Susanas como nubes
que fisgaban los viejos desde las niñas de mis ojos púberes.

Cuando éramos dos sin percibirlo casi;
cuando tanto decíamos la voz amor sin pronunciarla;
cuando aprendida la palabra mayo
la luz ya nos untaba de violetas;
cuando arrojábamos perdida nuestra mirada al fondo de la tarde,
a lo hondo de su valle de serpientes,
y el Ave Rokh del alba la devolvía llena de diamantes,
como si todas las estrellas nos hubiesen llorado
toda la noche, huérfanas.

Y cuando fui ya sólo uno
creyendo aún que éramos dos,
porque estabas, sin ser, junto a mi carne.
Tanto sentir en ascuas,
tantos paisajes malhabidos,
tantas inmerecidas lágrimas.

Y aún esperan su cita con Nausícaa
para llorar lo que jamás perdimos.

El Corazón. Yo lo usaba en los ojos.



Poema Rasgos (iii. Camino) de Gilberto Owen



¿Y aquel otro
caminito del cielo
por donde anoche fueron
nuestros ojos?

Cuatro príncipes iban sobre él;
cuatro pilares de aquel puente
que soñamos tender
del hoy al siempre.

¡Oh dolor, sin tu vino acedo
ni la pildora de opio de la luna,
ya estaríamos en lo eterno!

-…Y soñar en la fácil aventura.



Poema Rasgos (ii. Pinar) de Gilberto Owen



Apuntamos aquel cielo
que se nos desplomaba, verdinegro.
Los que pasaban a lo lejos eran
?sombras chinescas
en la pantalla del crepúsculo?
nuestras sombras en otros mundos.

El cielo verdadero
estaba, afuera, preso,
y se asomaba entre los troncos, viéndonos
con su ojo de luna, huero.
Una estrella, la única, temblaba
sin luz en nuestras almas.

Y, si cerrábamos los ojos
oíamos, platónicos,
como un zumbar de abejas
la música de las esferas.



Poema Retorno Póstumo de Germán Bleiberg



Con las primeras violetas viene,
tan acostumbrado al ruido del tiempo,
él, nuestro sueño inhabitable,
transitando solo,
de nube en nube,
nuestro sueño confundido con el mar,
con el sediento desierto,
después de haber besado con labios infinitos
el último horizonte de la vida.

Viene desnudo, pensativamente,
bajo el peso de una palabra
horadando su conciencia de lirio incesante,
el sueño que forja palabras verdaderas,
palabras perennes,
el sueño agobiado por una palabra
que nunca osó pronunciar,
ni siquiera frente a un espejo,
la palabra que desde niño
enturbia secamente su voz segura,
su jadeante aliento,
como una flor desfallecida
entre las fauces de un grito,
palabra que se derrumba,
entre músicas sin aposento,
entre silencios velocísimos
devorando palabras nunca dichas.

Y retorna desnudo, sueño muerto,
el ritmo de angustiosos poemas,
poemas virginales de la muerte
y los amigos que por él oraban
en el funeral radiante de sombras,
apenas recuerdan su vaporoso tránsito,
y las ortigas, sin lastimar su piel transparente,
han olvidado aquellas manos soñadoras
antaño heridas por sus aguijones.

Orlaba el laurel su frente de sueño rubio,
y ahora se avergüenza, tímido,
de las frágiles alas suscitando sus vivos vuelos,
porque la única palabra que hubiere querido decir,

no pudo decirla nunca,
-Dios sabe qué misterios anudan los sueños-,
palabra aún por inventar
definitiva como el amor o como el odio.

Porque había un viento negro,
una mañana de tétricos, nocturnos vientos,
y su palabra quedó muerta,
insepulta en los abismos insondables,
germinando en el corazón del sueño,
y hoy regresa,
él, el sueño,
para pronunciar su palabra severamente,
la misteriosa,
cuando ignora que le cercan viejos huracanes,
oh sueño inmortal,
sueño muerto del poeta.

El Señor le ha concedido su póstumo retorno,
bajo el sol que irradia sobre el parque
el fuego vivo nutriendo las estatuas,
pero él, sueño agitado desde el origen de los cielos,
siente que su palabra se anega en silencio calcinante,
y que su voz es nada,
y que su cántico es inútil,
porque no encuentra su palabra última,
y el sueño sonríe,
acariciando húmedas violetas matinales,
para soñarse a sí mismo,
lejos, cada vez más lejos
de este ruido feroz de las horas.



Poema Raíz Del Cielo (iii) de Gerardo Guinea Diez



Raíz sabia que me engendró en el grano de trigo,
fiesta del polvo salamandra y unos azahares a tiempo,
a la hora del coraje,
vidrio de milagros,
hábito a fuerza de su peso moral;
bondad indefinible aprendida todos los días,
a cualquier hora,
en el desayuno compartido,
en la vergüenza ajena hecha nuestra,
arrancada a la noche sin fronteras;
mar milagroso de nardos y canciones de Agustín Lara y ella
colando los frijoles,
soñando con estar viva,
enseñándome a estar lentamente vivo,
sin memoria quemada,
inocente,
vertiginosa rosa elegante.
Ella, raíz de la luz, fábula dulce,
piedra feliz y un delantal floreado;
raíz del alfabeto,
raíz soberana con el cuerpo ceñido a su corazón
esperando una o dos veces por semana.

Ella, la de las manos tibias,
apacentando la calma frente a la encrespada vida;
raíz unánime en guerra con el aire,
dando frutos dulces:
el postre,
el pan de las mañanas,
la tibia leche.

Ella que me trajo no de la nada hacia la nada, no;
ella, la que me trajo del todo hacia el todo,
invención derramando su luz sobre las baldosas frías
y el azul reinante en la rosa sola en medio del mantel de
flores.
Ella,
unánime belleza ausente por la flama de largos años.

Ella,
raíz de la luz,
hoy viento gris sin saber qué hacer con la torpeza de unas
manos acabadas de nacer.

Ella, raíz de una danza de amarillos pulidos en la cintura
de las estrellas,
festejo de la memoria de su pájaro en la jaula que había
que limpiar todos los días,
gloria no perdida y hoy recuperada sin muchas lágrimas.

Ella,
raíz meditada sin alardes y la honda mano,
fervor redimido en la inicial frontera de una montaña
donde empieza Europa.

Raíz entera que nació en ese confín vasco y ella bebiendo la
luz de ese rito que desertó de su geografía originaria.

Él, padre de la raíz,
raíz, madre mía,
universo con banderas y datos suficientes.

Él, Ildefonso,
resurrección y su asombro campesino frente a la revolución
mexicana,
en la nave ciega y un mar de mentiras.

Él, realidad vertiginosa y sentida a la orilla del corredor
oyendo las últimas noticias de la derrota nazi sin saber que
su geografía adoptada guardaba el encantamiento de un
émulo muerto,
mientras la siesta nacional suspiraba por fábulas y
elegancias de almacenes felices,
repletos,
mientras alguien creía en la fuerza del relámpago que
llegaría años después a fundar el linaje y la casa sin
penumbras.

Ella, raíz de una raíz que hoy perdió la luz,
esa luz primera,
la del asombro,
la de la naranja,
la de la granada,
la del plátano
y el mercado con sus silencios puros y sus colores siervos de
una orfandad de oscuridad.

Ella, con sus noches con filos valientes y sus pasos torpes;
ella, aleluya desahuciada de un cielo sin uvas,
añorando la claridad de la tarde y el color de los miércoles,
barca con un himno y oros derramados sobre las macetas
de los geranios sin mucho abril y abundantes ríos sellando
alumbramientos,
denegando el perdón a pesar de que ella siempre declinó eso
de los vómitos y los arranques violentos.

Ella, hoy, brasa encantada,
serena, vivida en adioses y paciencias de antología.

Ella, la que es raíz de la raíz,
sol despacio sobre la arena de noviembres fríos como los
que siempre recordó Ildefonso,
sonámbula e incierta en esas manos que me calientan y
dibujan en el aire,
a falta de luz,
bendiciones y alientos oportunos.

Ella que vio a su raíz primera balancearse en el sillón del
corredor en noches silenciosas.

Ella, raíz que fue sombra de su raíz mientras él se quedaba
en el desperdicio de las horas añorando sus tierras y viendo
impávido la revolución del 44,
perdonando a Árbenz porque le midió la finca y jamás dijo
nada por el trágico destino del coronel que terminó en
ceniza,
pero ella siempre supo que esa ceniza sería abono y
revelación.

Raíz encinta de un mar eterno,
como un sol y una luna;
raíz, ternura parida para la desmemoria,
sed que a diario miente porque no desea ser otra vez
víctima de rebaños mientras la hierbabuena enverdece sus
manos en lo que llega la tarde,
en lo que se consuma la hartura de la luz,
en lo que la soledad esbelta arriba y le hace compañía y se
hunde robusta en la nada.

Raíz ciega, alimento de luz de mis ojos,
esfuerzo de la fuente por esmaltar un universo misterioso
que se pudre en la modorra fruto del aburrimiento,
fin de un camino que se quiso y se supo un huerto de lirios
y horrores,
un jardín de luces centellantes y unos hijos fuertes gracias a
su fragilidad aparente.

Raíz olvidada para recordarse todos los días,
en el primer beso,
en la mano que condujo segura hacia el sendero de las
cosas cristalinas.

Raíz,
piedra clara pedagoga del aire y la fragancia del agua;
raíz, cese del tiempo,
ángulo sentido de magias y días sin distancias imprecisas y
rudos asombros.

Raíz, densa tierra en raíces y en la mansa costumbre de la
paciencia y la sabiduría;
raíz idéntica a sí misma,
estupor a la deriva
y manos vacías,
desbordadas por una inhóspita soledad.
Raíz, sucesiva abeja sin color,
lista para los asombros como si la vida fuera una fiesta de
ángeles al mediodía.

Honda la mano que atrajo los frutos para que Jasón
rescatara el Vellocino de Oro;
honda la mano al renacer de las cenizas y resucitar la
memoria con ayuda de Clío,
aunque todavía las cáscaras del fruto infame intenten
borrar miles de nombres.

Honda la mano que ayudó a Calíope a decir sin decir del
terror,
épica aún tibia en las madrugadas y los amaneceres fríos.

Honda la mano que rubricó la lírica de los gritos ante el
espanto de Euterpe.

Honda la mano al secar las lágrimas de Melpómene ante la
tragedia que hoy quieren justificar con novedosos libros
de muchas ediciones.

Honda la mano al impedir el atropello del canto para que
éste resonara alto y su eco fuera el resumidero de verdades
que Terpsícore ayudó a difundir.

Honda la mano al desistir del bochorno y en cuyo nombre
Erato nos dio su ebria certeza de un mundo posible.

Honda la mano que nos regaló la raíz,
mi raíz,
la que nos acompañó por los reinos de Proserpina.

Honda la mano,
vecina del corazón,
habitación fresca,
tanto como el agua de Al-Andalus.

Honda la mano al perpetuar las derruidas esperanzas,
abono cierto para aquellos días abrumados,
aunque los turistas ayudaran a crear un ambiente de postal
y normalidad.

Honda la mano al dar fe del milagro de nuestra devastadora
epifanía.

Honda la mano,
rodeada de flores y una felicidad sin término,
como la de su padre, raíz inicial,
que se quedó en medio del puente de arcos y la casa
derruida,
con el trigo esperando su regreso,
retrato propicio para lamentos,
aunque el tiempo jamás volvió a estar para quejas.

Honda la mano que adivinó la señal y la raíz haya escapado
del laberinto de Dédalo y lo haya desentrañado en un
remoto lugar de América y él haya escapado con ayuda de
Ícaro,
pero, cómo explicarlo sin serranías,
ni olivares,
ni trigo,
ni olvidos turbios,
sin nieve ni méritos quemados por un sol en donde todo
podía suceder,
todo:
el jazmín,
la flor de izote,
el maíz,
el café,
la resignación del trabajo servil,
el dictador y el matón de peones,
y él, añorando su casa en L,
callado bajo lluvias sin medida,
tanto como los atropellos,
callado como una cerradura,
queriendo ser Teseo,
deseando su puente de arcos largos y el río paciente que
tarde o temprano siempre lo llevaba al misterio del trigo,
pan en la mesa, luz entera,
merecida y absorta ante la arcilla de las manos.

Honda la mano que plantó la raíz del cielo y el viento
arrastró en su laberinto de días y años,
reptando entre nevadas y la aventura al atreverse a cruzar el
Atlántico,
señal simple de un camino sin retorno.

Honda la mano tenaz al volver a crecer como una verdad
sin remedio en la fresca madrugada y establecer la
disposición definitiva de una nada bienhechora,
región de tormentas tropicales y brisas suaves como la seda
de la mujer que años después sería raíz de mi raíz y que
hoy es palabra y verbo suficiente para las altas paredes al
entibiar entre sus sombras a mis hijos,
nietos de la hija del padre de la raíz.

Honda raíz del cielo,
parcela alumbrada por Vesper,
espejo que reproduce las frondosas mentiras y verdades de la
tierra donde descansa la raíz.

Honda la mano tibia enmedio de días idos como el río bajo
el puente de arcos,
como las palabras al agotarse,
como los sueños al renacer,
como el tiempo que fenece y surge en una raíz más honda.
Honda la mano al escarbar en la tierra las lombrices que
alimentan el fruto y la gradual lejanía de un futuro que no
se apura.

Honda la mano al cruzar las raíces y en su blancura
garantizar la repetición del gesto y la teoría de la materia y
el tiempo.

Honda la mano que dispersó la raíz por México y España,
honda la mano al entender la señal y abrir su pequeño
surco de materia enamorada en Mazatenango.

Honda la mano al ser un reino olvidado que florece día a
día en los geranios añorados de un jardín en México y
Guatemala.
Honda la mano al extender su prole y evitar que ésta fuera
óxido y neutra estirpe,
honda la mano que hoy arranca el corazón y sólo sabe de
tejidos y memorias al esconder voces y ecos todavía vivos,
honda la mano que alivia los dolores de internet,
las masacres de Bosnia y Kosovo,
las de Guatemala y los horrores de hutus y tutsis.
Honda la mano desolada por la perpetuidad de un tiempo
hierático,
al revés,
cuello ensangrentado,
aunque,
en verdad,
la raíz seguirá siempre la llamada del mundo de los vivos,
los que seguimos con la paciencia estancanda de habitarlo
y llenarlo de frutos.



Poema Raíz Del Cielo (ii) de Gerardo Guinea Diez



Viva raíz del cielo,
camino abierto a los frutos infames,
a la fuente turbia,
atropello del claro mediodía en Manhattan con mujeres
que visten ropas de seda,
singular belleza que mañana serán prendas que revende
un indígena de Totonicapán en pacas de ropa usada.

Profunda raíz amable sin entender la miseria y las
almohadas que arrullan el insomnio,
asombro de engranajes al tropezar con ovejitas y
maldiciones por la mala fortuna;
de pie, unos ojos y el horizonte,
desorden de una ventura maliciosa,
barca en el agua, a la espera del pasajero y su
acompañante:
un pez maravillado;
hoguera tibia para las heridas,
pozo donde duermen unos labios despalabrados,
y una bragueta en mansa espera de su presa.

Cuando el tranvía habla de la rosa,
en el desvelo,
unas manos devuelven las monedas sedientas ante la efigie
de cera que cree entrever en el río de las horas un jazmín,
brújula de llamaradas e infinitos,
avidez que desajusta las cuentas y endereza las veletas;
una señal prologa las puertas para que tu silencio,
lenta saliva,
caiga alegre sobre el callejón donde tus recuerdos son el
sable de tus plazas,
hermosa luz ceñida en la sencillez del aire en el añejo
diciembre,
vida más que la vida.
Honda raíz ajena,
redil donde yacen los años de espuma,
y duermen aún los despojos,
los gritos de los amigos,
y la mujer que enderezó los carriles y fue tren agonizante,
estruendo sobre aguas y paredes pagadas por hora,
sequía de palabras,
manantial de gemidos,
fiera para tardes y palabras sin palabras,
cueva del principio,
principio al borde de un infinito sueño,
mujer en la intemperie, desnuda,
al pie de la culpa,
sol donde reposan las sombras de lo no dicho,
de la fuente ávida,
sepultada ante el pasmo de una buganvilia,
cifra de un mundo visceral,
potra que ronda por la alfombra y desentierra a los niños,
lejos de su jardín quemado;
las llamas, toro de un domingo en México,
puñal que hace trizas los comunicados de prensa,
y la guitarra, marea entre aires y rotas botellas que Hebe se
cansó de servir.

Raíz envejecida en invernaderos,
flores pintadas como estatuas en la playa del pacífico,
corredor submarino al tocar el musgo y ahondar los frutos,
árbol de alta luz y lenguajes ancianos que no descifran la
ingenuidad de los Hiperbóreos.

Alevosa semilla,
ámbar y pájaros transitando por estaciones de senil
derrumbamiento:
la patria que no cesa,
la patria, abeja cruel,
la patria, que me conoce,
la patria, guía de fuentes amargas y lunas acosadas,
la patria, reino abyecto,
pelo que cae en el pozo de agua dormida,
noche repentina más allá de la hoguera y el niño que
escudriña con el machete a la culebra congelada por las
imágenes rotas e himnos al pie del horizonte obstinado por
unas pocas palabras,
balanza sin otra medida que la biografía de pájaros y
muchachas que hoy sorbemos por artificio de una luz sin
revés,
joya animada por el recuerdo destrozado,
próximo a la vejez,
sí, como ellas, luz resbalada
sobre sus muslos que algún día fueron diminutos sauces de
un aire como el cielo,
suma tenaz para descifrar la aritmética de labios y pechos
desamparados yéndose a la muerte lenta,
cometa que no volveremos a ver,
vocales devoradas por la lengua con un denodado afán,
idéntico a sí mismo,
vidriera de espejos desmoronados,
años en atalaya,
jardines de viejas campanas,
todavía con árboles y vértigos hechos a la medida de
campañas publicitarias multipremiadas.

Palabra grabada ondeando en banderas arrastradas por
ambulancias mientras arden los demonios de Marx y
Ho Chi Minh.

Ahora en Atlanta adoran el nuevo mundo de pieles,
joyas y polvo blanco,
despeñadero de una Colombia arcaica dicen;
el Che, en Santa Clara,
calavera festejada en Wall Street,
hace cuentas de los afiches y las playeras,
raíces que consumen el cielo y el ozono;
qué importa, ya nada pesa ni hiere,
cada minuto cuenta en las presencias y los fantasmas.

Qué importa, ya nada pesa,
ni el estribillo de los condones ni la beatitud de una piedra
abandonada en la habitación de los años de la mujer que
reposa sobre sus detenidos deseos;
parpadeo de una vida,
cráter, cascada, similar a la marea,
orilla del cuerpo,
manantial sosegado,
palabras hacia adentro,
espiga de un mundo entreabierto en la sala,
junto con las fotos de primera comunión y casamiento.
Viento condenado a repetirse en la imprevista añadidura de
una mordida o en el berrinche por la última borrachera;
en la cómoda,
los recibos por pagar,
el jarrón sonámbulo,
testigo de un viaje cuando los hijos eran aún niños,
en los muros, amarillos,
una luz invicta cuida el silencio en una ardua soledad
labrada:
el ligero vestido,
traslúcido acompañante de fantasías coronadas,
benéfico alivio,
desatento a los alfileres del sueño,
conciencia espectral con sus yedras y resurrecciones a
tiempo,
justo en el vértice de la luz del vino,
vientre de palabras
y mitades que se licuan en los espejos henchidos,
hartos de reflejos y dobleces;
¡ah! pero ese vestido soñado,
profecía pura en el lento bostezo al preguntar de nuevo lo
esencial,
lo gastado, lo fragante, lo transitorio,
como el rock de los jóvenes que busca víctimas y fango,
corriente que antes de despeñarse expía de naderías y
desventuras las respuestas que no sabemos dar
aun cuando los andamios sostengan los rastrojos y las
heridas,
esas desventuras por el apego a catástrofes y arrojos
tempraneros,
intangibles que,
día a día,
lanzan sus cadenas y su materia enamorada,
pajarera, alba del cuchillo
y el fulgor de las frutas en los mercados,
como sangre al cargar un sol y los arrepentimientos,
pero, qué con los jóvenes, qué,
exacta gloria que no les interesa,
sucio aceite navegando en las cloacas del mundo,
redención no pedida,
indivisible y ellos con su pasón de cocaína;
oscuro río al despeñarse en el origen penetrado,
qué con ellos, qué,
hacha fatal al cortar la rosa,
viento llenándose de sangre,
llama alumbrando el fracaso de los huesos de cien años,
cementerio de palabras,
alguna vez, ojo atento;
las jornadas interminables,
el peligro podrido,
el heroísmo olvidado,
la elección terrible,
dolorosa,
mundo hueco, sin raíz,
visible a la angustia,
ajeno a la batalla;
qué con los niños,
envilecidos,
cólera fija,
qué con esos niños le dices a los jóvenes, qué,
qué con los niños, jóvenes, qué,
retazo de puro escalofrío,
hilacha de angustia y noche vacía,
túnel encarnado,
madre amorosa, cruel,
terrible cargamento,
aletazo de un cielo impasible,
dueño de un collar para cánticos gangosos,
indeciso animal,
paso erguido que amortaja las cenizas y derrama,
dilatándose, el día sobre la banqueta que no cede ni un
segundo su vocación:
el estiércol y los hombres incrédulos ante las cifras:
¡pero si no hay pobres!
en ese delirio óseo se hacinan las preguntas y miles de
reptiles confunden a ratos el sopor,
diminutas llagas de la mano del niño impresas sobre
cemento fresco,
pantano sin raíces,
principio de la arena en donde miles de bocas,
en medio del festín de la mugre,
entonan la canción,
lengua oxidada,
himno agonizante en la puerta de una agencia de
publicidad,
verdad negra que ensucia la alfombra del banco y
ennegrece la seda del gerente,
vaso de agua a tiempo,
trago de silencios y alcobas cortadas ante el roce de la mala
suerte,
bueno, de la suerte,
en fin, roce de un tren que cansa el hierro,
abeja volando alrededor del ojo,
sin saber del alfabeto,
tinta derramada sobre un cuerpo de piedra que hará las
delicias de la sangre,
repetida palabra dicha para conjurar a la nada;
agua galopando sobre el caballo,
un viva estalla antes del febril combate,
deriva de palabras y héroes de noche.

Honda raíz de la rosa ciega,
diamante memorable de guerreros con humo de incienso
en las manos y pólvora pegada al rostro,
pero es mentira,
esos, los de la subversión,
fueron derrotados grita un gordo sudoroso,
moldura de la llama,
petrificado,
maligno,
sañudo;
el viento arquea la memoria,
dobla en la próxima esquina donde el aciago se desnuda y
el agua todavía trota sobre el caballo,
mientras el río palpa sus blandas sepulturas;
el día, el mismo día, siempre,
se repite para llover los huesos y los restos;
llueve, tormenta de unos ojos insertados en las raíces del
cielo y la tierra.
Raíz del cielo, tierra invertida con árboles líquidos y un
cielo azul,
limpio, abierto,
agua que quema,
premura para las galerías de sepulturas,
lienzos intactos en las hogueras de los descarriados,
los que merecieron ese destino por subversivos,
por delincuentes,
otoños asediados por los vientres y las bayonetas;
el alma se desarraiga en el rostro innumerable de la mujer
de los balcones floridos,
tiempo desvanecido,
junto a la rosa descifrada con pétalos y una diminuta
espina que atraviesa el peñasco atorado en la garganta.
Raíz del cielo en la espiga y el trigo,
en el marco de enredaderas y palabras devoradas,
en el mundo abismal de follajes y anuncios a la medida en
las temporadas de oferta:
ídolos que arden por el fulgor del gas neón y manchan las
pasiones;
los añicos de los nombres en la semilla de la lengua de
cristal;
en las cosas que nos rodean,
ellos, los ídolos, despellejan cualquier intento honesto,
de nada sirven, dicen,
no seas ingenuo, exclaman;
ni las monedas pueden rescatarnos,
la mirada ya degolló a la mano y el cuchillo adelantó la
noche:
la ciudad va a la deriva en madrugadas con cabinas
telefónicas abandonadas,
el periódico en el alto de la jornada,
el hombre fosforescente de tanto ron y el grito:
estoy hasta el copete;
la ciudad se transfigura,
el ángel lucha contra el suicida,
la mujer ve naufragar su desfigurada alba mientras sostiene
una plancha y añora un durazno en abril,
justo cuando su piel era una caverna encantada y decía con
frecuencia las palabras recobradas,
mientras le peinaban su larga cabellera y sus pechos
cristalinos cumplían a cabalidad su destino de mortífera
dulzura;
la madrugada continúa,
la ciudad es una llamarada,
de cuartos consumados en los círculos de la piel,
repetido grito de quien,
en el desvarío,
cree tener entre sus manos la enloquecida retórica que nos
salvará de la interminable certeza de un sol de cobre,
de un sol confuso que ampolla al verdugo y saca a su
víctima del intento ajedrezado de una inyección de buenas
intenciones;
pero la vida,
deseo labrado en horas de sal ciega y filos de reinos con
raciones bien estudiadas,
sabe que el sueño es un sol con cara de noche por las
indecibles presencias de un surtidor incansable de olas de
miedo que golpean las puertas de una muralla desprendida
de la fuente originaria,
la que es párpado,
sombra,
cristal,
chopo de agua,
la muralla,
luna con peso,
amenazante contra la imparcial virtud de los hombres:
la ración de pan en tiempos de guerra,
el vaso verde,
el múltiple asombro de los barrotes en la función de
matinal ofreciendo libertad,
vocabulario adecuado para la débil luz,
pasión feroz de las oscilaciones de la semilla:
la sonrisa crepuscular del amigo muerto,
atento a las dentadas de las máscaras,
epidemia gravitando en la costura izquierda de un cuerpo
zurcido por las balas,
posteridad asegurada por abonos;
un racimo encendido establece sus poderes en las líneas de
una sombra,
la gota de agua inaugura las sílabas errantes para servir
bien y con prontitud a los días anillados por carajos y
canciones ensordecidas por la muerte acostumbrada.

Dulce raíz invertida,
alimento del árbol,
elocuencia para los días sórdidos al resumir una crueldad
tajante,
más allá de las lealtades y múltiples versiones de la historia:
hombres encajonados en la niebla;
un arco de luz anula la madriguera,
blanquea las paredes húmedas por el sudor de madrugadas
aéreas,
simultáneas,
vidrio empañado por la mirada de la mujer
desnuda, sentada en la orilla de la cama,
viéndose los senos en el espejo
después del resplandor y los gritos,
más allá del infinito apenas febril,
acaso chorro de besos y alientos de un dulcísimo naufragar;
lascivia de cuerpos vestidos para iluminar la carne,
hacia la deriva,
la de los años,
la de los recuerdos,
la de rostros empañados,
imagen entreabierta para confines inmensos:
el patio lleno de abandonos;
dulce raíz que nos dio la jacaranda y la arquitectura de
unos desperdicios;
las máscaras inconsolables, flor a tiempo,
para incrustar el mundo en las neuronas para el delirio
oscuro que rodea nuestros días,
anochecidos por la pasión de la raíz,
ahíta de fuego y agua.

Raíz arrastrada por la humedad de las palabras,
con las hojas del bosque y un sueño enrejado en las
mejillas;
dulce raíz de Píramo y Tisbe,
sangre que fundó los frutos,
el rojo, espuma en la boca,
pasión acoplada,
cielo entero para regocijo del polvo;
saciedad acostumbrada a la carencia por los golpes
de la vida,
esa compuerta de la cual pocos pueden traspasar;
¡ah! intangible reja,
alimentada de esperanzas y banalidades:
quién surge y señala al homicida Céfalo,
quién, desprevenido,
escapa de la cárcel a martillazos,
quién rompe el cielo,
presente perpetuo,
sin remedio,
silencio fuerte,
carnicero de los gritos y la habitación ensamblada,
arraigo de un devenir que no alcanza,
en su malignidad,
la dicha ni la certidumbre de la mañana.

Honda, honda,
vía láctea donde detener la voz de la tierra,
susto claro en el día que salta en el bazar de ofertas;
dulce raíz de los desaparecidos,
los que no tuvieron muerte,
ni caja,
ni cirios,
ni llantos públicos,
ni esmercio libre y el internet informe de
la infinitud de asombros.

Raíz del cielo, madre de las nubes,
de nuestras manos,
saliva inerte en la tardanza hecha de paciencias lustrosas,
ojo muñidor.
Raíz del cielo penetrando el viento trepado en el desfiladero
al bajar por la membrana leve, desfigurando cualquier
intento de creer en el herético palpitar.

Raíz parida en el calabozo del hombre,
justo en el chasquido de días en que orar no sirve,
a pesar de las manos juntas,
casi como si fueran el mejor halago a Dios que agradece
pero no ayuda al hombre ciego que reza en silencio con las
manos suaves,
casi aire pintado en el cielo,
casi un instante insípido al crujir en la banqueta y los
demás indiferentes,
sin dar limosna,
en las afueras de la ceguera,
miserables más que esas manos juntas,
anestesia desatada en el desenlace cotidiano,
porque él luego seguirá hincado con las manos juntas,
bandera de una soñolienta resurrección insuficiente para
todos;
con las rodillas en la banqueta y las manos juntas,
antorcha hechizada en dirección de Dios y el desempleado
en el gesto de aprisionar su angustia en la página de
clasificados de empleo del periódico.

El ciego con la rabia paciente en las rodillas,
y el limo hambriento en las manos,
lindero entre el minuto y una ciudad ciega;
linaje de las fundaciones y sus ojos grises,
sin pupilas, sin iris, sin el azul de ultramar,
en la orilla de una lástima que empieza en horarios
matinales
y finaliza casi en una laxitud al costado de un muro
limítrofe con la paciencia y la resignación;
él, ahí, ignorado, olvidado por nosotros,
orando sus heridas para contar con aplomo,
años más tarde,
la crónica de la ciudad ebria y traicionada,
la anécdota de una piedad dilatada como la tarde caliente,
la que muere con un latido similar a un callejón oscuro;
página interminable de la lascivia y las entradas al reino
que no fue;
él, ahí, a la par de la mujer,
atravesada por la humedad dilatada de su hambre y la
mano,
sólo una porque las fuerzas no alcanzan,
orando también un guión que las manos no saben dibujar,
manos,
torrencial demiurgo y el excedente de los monstruos de un
mundo por catálogo;
flojedad adyacente,
útil para la tibieza,
identidad de la cripta aérea y congelada en un lunes
ondulante,
aburrido,
ingrato,
propicio para escurrirse del día y cargar de golpe con un
poco de entusiasmo en la ladera de la tarde y prometerle a
la luna unos besos,
ración de paranoias e ídolos,
sí, prometerle a la luna unas piernas,
unos pechos,
unos labios,
una luz,
sí, prometerle a la luna un par de cadáveres y un tibio
aliento,
sí, prometer una sucinta declaración en torno al cementerio
clandestino recién descubierto y comprometerse a
amamantar esa descuidada costumbre de seguir doliéndose
por lo que pasa,
sí, prometerle a la luna las raíces de la vileza y a modo de
refugio,
incinerarlas en la silla enloquecida de nuestra normalidad,
pescado lento,
criatura que hambrea el destino acercado al fuego del
hierro,
sí, prometer, en medio de la bulliciosa ciudad:
que no robarás,
que no desearás a la mujer del prójimo,
que no matarás,
que no fornicarás,
que santificarás las fiestas,
que no mentiras…
que no volverás a tomar,
que no habrá pensamientos sucios,
que desearemos el bien en lugar del mal,
que no veremos las nalgas de las mujeres,
que no diremos procacidades,
que amaremos a nuestro enemigo,
que ya no seremos locos,
que nuestras mortíferas pasiones las mudaremos por
hábitos sosegados
y que la vida,
cadáver en la morgue de las manos documentadas,
será raíz de la cercanía para incumplir todas las promesas.



Poema Río Duero, Río Duero de Gerardo Diego



Río Duero, río Duero,
nadie a acompañarte baja,
nadie se detiene a oír
tu eterna estrofa de agua.

Indiferente o cobarde
la ciudad vuelve la espalda.
No quiere ver en tu espejo
su muralla desdentada.

Tú, viejo Duero, sonríes
entre tus barbas de plata,
moliendo con tus romances
las cosechas mal logradas.

Y entre los santos de piedra
y los álamos de magia
pasas llevando en tus ondas
palabras de amor, palabras.

Quién pudiera como tú,
a la vez quieto y en marcha
cantar siempre el mismo verso
pero con distinta agua.

Río Duero, río Duero,
nadie a estar contigo baja,
ya nadie quiere atender
tu eterna estrofa olvidada

sino los enamorados
que preguntan por sus almas
y siembran en tus espumas
palabras de amor, palabras.



Poema Romance Del Júcar de Gerardo Diego



A mi primo Rosendo

Agua verde, verde, verde,
agua encantada del Júcar,
verde del pinar serrano
que casi te vio en la cuna

?bosques de san sebastianes
en la serranía oscura,
que por el costado herido
resinas de oro rezuman?;

verde de corpiños verdes,
ojos verdes, verdes lunas,
de las colmenas, palacios
menores de la dulzura,

y verde ?rubor temprano
que te asoma a las espumas?
de soñar, soñar ?tan niña?
con mediterráneas nupcias.

Álamos, y cuántos álamos
se suicidan por tu culpa,
rompiendo cristales verdes
de tu verde, verde urna.

Cuenca, toda de plata,
quiere en ti verse desnuda,
y se estira, de puntillas,
sobre sus treinta columnas.

No pienses tanto en tus bodas,
no pienses, agua del Júcar,
que de tan verde te añilas,
te amoratas y te azulas.

No te pintes ya tan pronto
colores que no son tuyas.
Tus labios sabrán a sal,
tus pechos sabrán a azúcar

cuando de tan verde, verde,
¿dónde corpiños y lunas,
pinos, álamos y torres
y sueños del alto Júcar?



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