poemas vida obra pedro luis menendez

Poema Segundo Canto De La Ciudad de Pedro Luis Menéndez



Oh tú que das vuelta a la rueda y miras a barlovento.
T.S. Eliot

Más allá de la torre que siempre se agrietaba
ante tantos impulsos tan diversos
carne de ciudades leídas una a una
Jerusalén Lisboa Alejandría París
Contra los muros de Jericó
se debaten los muchachos
en manos de la esperanza
pero nada permanece ni siquiera
se transforma en el año ochenta y cuatro
llegado de otro ayer huido al cielo
vergonzoso
sin tierra El agua muerta
cuando desafiaba al último ácido puro
para no sobrevivir sino en el cuenco
de unas manos
inútiles

Preciosa insensatez de la belleza
ruido
poderoso demoliendo un vacío de amapolas
junto al jardín de los tigres no besaré
a Teseo ni cantaré
del pámpano su alegría de abril
porque ya el gesto se oculta en los rincones
malditos
la carta sin derrota se oculta
en la madera de una cámara muda
cerrada a los principios

Navegación fallida en los meandros azules
que un nuevo ser gobierna
precisión de la máquina
justicia de lo eléctrico que se abandona
al acto mecánico del rito
como una tonelada de residuos mortales
llegados de occidente
para morir sin paz al nuevo orden

Hijos de Saddai
reconfortaos
con mi palabra duna en el desierto
movediza inconstancia del sentido
destino cruel en llagas de la noche
no volverán los dioses a habitar vuestra sangre
de tibieza
gemidos ya del último silencio
última Thule
ruego de la vida

Con el viento de agosto arrancarás
el velo blanquísimo del grito
y quedaré
después del exterminio
llorando en sombra ruinas del naufragio
la vela rota de los desconsuelos
aquel adiós y el lirio de una nube
el cerrado trovar de la memoria
sin otra fe
que un ámbito desnudo
la arquitectura cálida del sueño
el simulacro del sueño cincelado
en ardientes madrugadas
hoy lacias de vapor

En aquel tiempo crecían
diremos
las batallas del hombre
los combates sin duelo hasta la nada
el genocidio innumerable
sacralmente temido
por los árboles tensos
por las enredaderas caídas y sin vientre

Volcanes de una lucha derramada
constantemente en ciernes
de un ocaso certero
Vertiginosas almas de aluvión
sinceridades
tristes de fatiga en la duda
no admirarán la boca de un abrazo feliz
ni el resplandor antiguo de una noche estrellada
mas vagarán errantes
por el espacio absurdo de un planeta
acabado
y yo ya no estaré
mientras el abanico de la luz se derrama
no estarán ni tus ojos ni tu asombro
sobre la hilera firme
de los fríos cadáveres
no habrá nadie detrás
carne de ciudades leídas una a una
más allá de la tierra y de los edificios
más allá de esta vida
preciosa insensatez de la belleza
navegación fallida
destino cruel más allá no habrá nadie
simulacro del sueño entra en lo eterno
más allá.



Poema Canto Tercero de Pedro Luis Menéndez



«Esto es el hoy todavía, y es el mañana aún, pasar de casa en casa
del teatro de los siglos, a lo largo de la humanidad toda.»
(Juan Ramón Jiménez)

La conciencia del fuego es toda la tristeza,
frontera arrebatada
de los altivos tránsitos que fueron
una causa perdida,
una ambición de edades
que en derrota poblaron las claras primaveras,
un eco de los días
prisioneros de luz
más allá de las calles apresadas,
un coraje de sangre enarbolada hasta el cielo más alto,
un ser de juventud,
frontera arrebatada caída contra el tiempo,
contra las tardes mudas
de una historia cobarde
que en esferas de lodo
nos arrancó la luna de las miradas dulces,
el extravío cándido del círculo perfecto,
la flor de una belleza
que en corazones puros ardía fieramente,
voces en la avenida,
carreras en la arena contra un cerco
que aleteaba en temblor de adolescencia,
golpes sordos de nieve
y el brutal desafío
de aquéllos que contemplan desde el muro
la sed de una vergüenza arrinconada,
un ser de juventud,
humillaciones
advertidas e inútiles de pronto entre los brazos muertos,
los dedos derramados al costado de un paso
atrás, un eco de los días
más allá de las calles,
un coraje de sangre arrebatada
caída contra el tiempo,
contra el amor que armaba las canciones
de alas de enredadera,
de silenciosa y mágica caricia,
de encuentro aventurado
que venturoso
reunía fauces contra el dolor del mundo,
y convocaba abrigos y refugios
tan dentro
de nosotros como un alba resuelta, una mañana
limpia de recelos, un mediodía estricto
de ilusiones, la flor de una belleza
que en corazones puros ardía fieramente,
abrazos en portales oscuros
donde los gestos
torpes se confunden,
entresuelos de cine americano
en tardes somnolientas de lunes otoñales,
senderos de los parques contra el frío
y la soledad azul de los inviernos,
espigones de muelles absolutos para la fiel memoria,
un eco de los días
prisioneros de sombras
sin espejo más allá de estas calles,
más allá de las mismas palabras
que la vida elegía
para hacerse brutal
en los domingos quietos de verano,
en la morada absurda de los bares que fueron
nuestra aula feliz,
nuestra montaña
mágica de ademanes ansiosos,
la mano en el cigarro, los labios en la copa
vertida
hacia el deseo de una imagen
más clara
y casi ya sabernos, sin engaños,
condenados al viento de otro norte
más allá de estas calles,
más allá
de estas sombras que la vida elegía
para ocultarnos
los restos del camino,
los caídos al límite de todas las banderas,
los hambrientos sin sueño, los feroces
contra la siembra turbia de una historia
maldita de antemano,
un ser de juventud, frontera
arrebatada caída contra el tiempo,
detenida en sí misma
para no contemplar
las imposturas de un engaño baldío,
las coincidencias lúcidas que aclaman
tantas verdades muertas
por el cielo, tantas verdades muertas
por llorarnos
entre la lluvia gris y sin decoro,
entre los ríos lívidos del fiero desamparo,
las estrellas caídas,
los ángeles remotos
aleteando en temblor de buena nueva,
encuentro aventurado
que venturoso
reunía fauces sobre el dolor del mundo,
sobre la soledad
de esta historia
que en círculos
regresa como un engaño más,
mientras transcurren días, horas, calles
más allá de estas calles,
y nada se transforma
al ritmo cansino de esta nostalgia nuestra
que desemboca en gestos
al fin reconocibles,
en códigos rituales
de una noria imprevista, en alusiones torpes
a los cuerpos remotos perdidos para siempre,
como un amargo despertar del ansia
que nadie perpetúa,
edificios velados del humo y la ceniza:

la conciencia del fuego es toda la tristeza,
un ser de juventud,
frontera arrebatada caída contra el tiempo,
una generación perdida entre dos mundos,
viento y azar que al aire convocado
nos desnudó de esencia para vernos
correr en desconsuelo tras la estela
del último vagón,
aquél prohibido
de los últimos ecos de una guerra ignorada,
de una palabra que en unión crecía
para hacerse
pasajera de un mundo
contra el mundo del odio y las palabras grandes,
cuando nosotros éramos los últimos esbozos,
aluviones inútiles
llegados a una tierra sin salida,
corazones sobrantes
de una crisis por nadie imaginada,
adulteradas bocas
gimiendo en estaciones durísimas sin trenes,
sin ambición ni estelas,
sin máquinas
de sangre por los raíles tensos
de una bandera ajena a nuestro mundo,
con la esperanza rota en flor de juventud,
labrado desencanto
que peleó nostalgias de otras voces
que fueron la mentira,
amado desencanto
que recorrió las calles transitadas
de una generación desprevenida, una generación
perdida entre dos mundos,
odiado desencanto tras la sombra
del último vagón,
aquél llegado para nunca
a otra frontera vieja y sin retorno,
frontera arrebatada y sin retorno,
frontera sin retorno:

la conciencia del fuego es toda la tristeza
pero nosotros somos la tristeza
final del pensamiento,
nosotros somos
el pensamiento muerto que nunca retuvimos
en los ojos mansísimos que amaban,
en este otoño,
pasiones de un invierno revivido ya en nadie,
nosotros somos la tristeza final,
tristeza muerta,
las masas rebeladas sin retorno
hacia un mundo que esclavo es de codicia
final del pensamiento
de occidente, babélica
codicia sin retorno, acumulada
esfera de despojos inútiles, baldíos
ademanes que no vienen ni van
sino transcurren,
hoy ciegos para ayer, por una tierra
incierta y demudada, infiel
de soledad,
acumulada tierra de despojos inútiles,
agria de soledad,
desesperada tierra que las almas asola,
fría de soledad,
de soledad que en vértigo
acelera
los caminos sin margen de estos cuerpos
opacos, de estos ardidos cuerpos, su arrebato
de historias tan pequeñas que nadie creería,
sin ninguna importancia,
sin tiempo para ideas enormes e inmortales,
nosotros somos la tristeza
final del pensamiento muerto,
una generación perdida
entre dos mundos vacíos,
entre los hombres huecos de ayer
y de mañana,
un ser de desamor
a lo largo de la humanidad toda,
un ser en desconsuelo
tras la estela del último vagón,
un ser herido más allá de estas calles,
de otro norte,
los caídos al límite de todas las banderas,
los feroces
contra la tierra turbia maldita de más sangre,
una generación perdida y sin retorno:

la conciencia del fuego es toda la tristeza,
una ambición de edades
que en derrota poblaron los silencios,
acallaron latidos,
no dijeron del mar tanta nostalgia
como se acumulaba por sus venas,
tanta palabra rota
que en corazones puros ardía fieramente,
tanta pasión perdida en un rincón de nadie,
pasión perdida y sin retorno,
nostalgia y sin retorno,
palabra sin retorno:

la conciencia del fuego es toda la tristeza
pero nosotros somos la tristeza,
ahora que nos queda tan sólo
reunirnos de amor
contra la soledad de un mal invierno,
permanecer sin más
contra la orilla de los supervivientes,
añorar los naufragios
y recordar unidos las derrotas del tiempo,
aquellos laberintos en los que la memoria
derramada
llovía cuerpo a cuerpo
entre el umbral del sueño y la noticia
de un ámbito feliz,
ahora que nos queda tan sólo
permanecer sin más
contra la orilla de los afortunados,
los seguros,
los fuertes,
contra los hombres huecos de ayer y de mañana,
contra la soledad de un mal comienzo,
aquellos laberintos sin destino
en los que la memoria arrebatada
caía
contra el tiempo más allá de estas sombras,
más allá de las causas perdidas
que poblaron las claras primaveras,
los refugios del alma
que vencía condenación y tedio, nube
amarga de un bosque desolado,
de una certeza insólita,
de una canción de luna y abandono
por los altos senderos de todas las conciencias,
nosotros somos la tristeza final
ahora que nos queda tan sólo reunirnos
arrebatadamente,
convocarnos
a la voz de los principios, la voz
estricta del origen,
y entonar un canto de derrota insalvable,
el vértigo en lamento
de una generación perdida entre los mundos,
sobre las avenidas,
bajo el arco atronador
del ruido y las palabras,
más allá de la tierra y de los edificios,
contra la siembra turbia de una historia cobarde
que desemboca
en gestos al fin reconocibles,
amargo desencanto de una generación desprevenida,
ahora que nos queda tan sólo
permanecer sin más
contra la orilla de los supervivientes,
la costa que no oculta los despojos culpables
de alguna esperanzada maniobra,
los símbolos
de algún otro destino,
los poderosos cauces de otras lágrimas
que en puro amor llenaran
de este sueño su más fugaz quietud
sin desamparo:

el horror es el límite,
concisa soledad, huella que en huella advierte
el cortejo del hambre y ya no gime,
silencio de miseria
que en pantallas de tedio
se finge gratitud, socorro apresurado,
falsa imagen del horror,
soledad que no gime:

la conciencia del fuego es toda la tristeza
pero nosotros somos la conciencia,
el remedio de un mal despertar,
la tregua simulada
en la que nadie
confía, esa bandera
blanca por el puente del odio
como un viento frío sobre el agua quieta,
un viento helado sobre el agua quieta,
flores de pergamino entre las uñas,
como un volcán cansado de llorarse del mar
tanto abandono,
tanta furtiva súplica,
el otoño celoso de los tiempos duros,
aquellos tiempos de fatiga inerme
por los que aún volvemos a las cosas,
al sentido,
a las preces,
esta misma inconstante luz del canto,
este dolor de hombre por la muerte:

la verdad es el límite, profecía
de un engaño cruel que repta cautamente
por las sombras ya alerta
de una esperanza
tenue, la torre de las formas intangibles,
las calles abatidas por amor
de silencio, falsa
imagen de la verdad, sombra sin límite:

la conciencia del fuego es toda la tristeza
pero nosotros somos la conciencia de toda la tristeza,
la profunda conciencia
de los labios heridos
sin fortuna, los que caminan calles
por un tiempo sin suerte, cansancio
del cansancio, con las manos dispuestas
a negar la evidencia de un día
sin fatiga,
los que caminan calles
sin sorpresas
porque un aire de hielo ha traspasado
los billetes de banco contra un mundo
sin cartas hoy propicias,
mientras bailan
millones sobre el alma y el cetro de los que todo saben,
de los que reconocen la voz,
la fiel moneda de los años que vienen
cuando se tuerce el gesto y nadie es nadie,
ni los vencidos nadie,
ni nadie es derrotado,
desventura de azar inconmovible mientras transcurren
días, años, calles más allá de estas calles
y nada se transforma,
tantas verdades muertas por el cielo:

el horror a la verdad es el límite,
prodigioso, consternado
por ecos sin deseo de luz, transparencia
que abate la rebelión de un mágico
retorno, boca pequeña y dulce
que no nos sobrevive
ni en la dócil
caricia de estas manos, condena y arrebato
por los que aún volvemos a las cosas,
el horror es el límite,
verdad sin límite:

la conciencia del fuego es toda la tristeza,
un ser de juventud, frontera arrebatada
caída contra el tiempo,
una generación perdida entre dos mundos
condenados al viento de otro norte,
las mareas que fluyen
sobre un haz de tiniebla
que estremece la costa, las arenas tendidas
de todos los recuerdos
que no hemos conservado,
tal vez también
de los que permanecen en nosotros
fieles a la palabra sin promesa,
sin voz,
sin juramento,
amargo desencanto que recorrió las calles
transitadas de una generación desprevenida,
tras la estela del último vagón,
tras la tierra baldía de esta nostalgia
eterna, el desarraigo
feroz de nuestra sombra,
mundo
feliz, residual coordenada de unos astros
que huyen del terror, callada
geometría que cuartea el acero
y es imagen del cosmos,
absoluta falacia que nos brinda
porvenires edénicos en sistema binario,
muerte y horror del hambre,
los jinetes de la última batalla,
la química del fuego contra el fuego:

la conciencia del fuego es toda la tristeza
pero nosotros somos el silencio,
la palabra
que oculta un insomnio de mares
más allá de esta vida,
un bosque
sin retorno más allá de este sueño,
un rumbo
hacia la luna de las miradas dulces
como alguna canción
que nos dará tristeza,
ahora que nos queda tan sólo
reunirnos de amor,
ahora que nos queda
tan sólo reunirnos
arrebatadamente,
convocarnos a la voz de los principios
y entonar un canto como entonces,
sobre las avenidas,
más allá de la tierra y de los edificios,
una música viva
como la pura luz,
sin ceremonias, tomando de la mano
a los instantes
que en la historia volvieron,
mientras el mar
recoge las redes de este andar:

la conciencia del fuego es toda la tristeza
pero nosotros somos
la conciencia del fuego
y toda la tristeza.



Poema Canto De Los Sacerdotes De Noega de Pedro Luis Menéndez



A través de los astures fluye el río Melsos; un poco más lejos está la ciudad de Noega, y después, muy cerca de ella, un abra del océano que señala la separación entre los astures y los cántabros.
Estrabón

Entre el litoral de los astures se halla la ciudad de Noega y tres altares llamados Aras Sestianas, consagradas al nombre de Augusto, en una península cuya región, antes nada noble, recibe de ellos fama hoy día.
Pomponio Mela

Transido por la lluvia,
así enredado
en el oro mortal de los amantes,
inciensos y perfumes, escaleras
que van a dar al mar, eres
un hombre,
una cúpula sola
entre guarismos,
tu corazón bebióse
los tragos de la angustia
y el otoño,
pálida siempreviva, servidumbre
del cuerpo, eres hoguera
de tu alta ventana,
solo un hombre
encendido, solo un hombre,
la noche te descubre
en medio del cemento,
un llanto
sube,
feliz, sin ceremonias,
tomando de la mano a los instantes
que en la historia cuajaron,
nada queda,
y de pronto,
solícito, invencible,
un resplandor de yemas y de pechos
en el ara te habita, te posee,
toma de ti las gotas
de sudor y esmeraldas
que tu frente produce
para
crear un himno
destinado a los cielos, una música
viva, total, desenlazada
de todo lo terrestre, solo nota,
tan ciega
profundidad de abismo
como la pura luz, el gris
acero de las calles oscuras,
alba blanca, poderosa se mece,
huele a olvido
en la triste amplitud de las mareas,
perfumes, inciensos y escaleras
que van a dar al mar,
eres un hombre,
un hombre de Noega,
elegido en los días de las largas batallas,
tu piel es de cristal,
tu sombra humo
que al enemigo prende
en su tristeza,
solo un hombre,
tan solo un solo hombre,
qué hermosura de lirios y montañas,
tu corazón bebióse los tragos
de la angustia y ya lo eterno
desciende sobre ti, eres espuma,
venerado, elegido
en los días larguísimos
de las largas batallas,
vuelve ahora
que tu pueblo ha caído
al fondo del silencio
como una nube densa
de traición y engaño, vuelve
ahora y repite
la hazaña de aquel tiempo,
la aventura de entonces,
vuelve ahora y apaga
los extranjeros cánticos
que habitan en nosotros,
sea así tu deseo nuestra perfecta
ley,
la ley de nuestra arena, la ley,
al fin, de nuestra tierra nuestra,
no la tierra de aquellos
que injuriaron, violaron,
destruyeron
la vida nacida en nuestros ojos,
no la tierra de aquellos que robaron
por siempre la alegría y el viento,
vuelve ahora a Noega,
eres
un hombre solo, mas un hombre
encendido, la noche te descubre,
un llanto sube, feliz, sin ceremonias,
tomando de la mano a los instantes
que en la historia volvieron, mientras
el mar recoge las redes de tu andar.



Poema Canto De Los Niños De Sarajevo de Pedro Luis Menéndez



Hoy trece de octubre de este año azul
en Sarajevo ha muerto un niño.
Podría ser el hijo que no tengo
o esa niña que mira y que no entiende
y toma notas cuando explico a Manrique
y luego, cuando al fin suena el timbre,
mira con otros ojos la luz
de un compañero que espera en el pasillo.
En Sarajevo ha muerto un niño
que podría ser aquél que en la voz
profunda de la noche llama a su madre
y tiembla contra el miedo
y se protege cubriendo su cabeza
con la almohada aguardando
ese gesto necesario de una mano
que aquiete la negrura.
Podría ser aquél que sueña en este otoño
con crecer como todos los demás
de su equipo y que nadie se ría
cuando sale a la cancha el último
minuto sólo si van ganando,
como un premio a su espera en el banquillo,
pero nadie le pasa los balones
aunque al llegar a casa vaya y diga
a su padre: hoy jugué el segundo
tiempo y ganamos por mucho.
Podría ser el niño que en la calles
de Arcos espera haciéndose unas risas
a los guiris para sacarse los duros
que nadie puede darle en su casa encalada
y cuando vuelve su madre le da un beso
y le dice: cada día te pareces más
a tu padre, anda para dentro.
También podría ser aquella niña
que encontré hace ya muchos años,
en el dulce verano del setenta nueve
o del ochenta, en un bar de Melilla
y que no mendigaba y sonreía
y a la que su madre, seguro que su madre,
le había puesto unos cordeles en lugar
de pendientes para que no se le cerraran
los agujeros de las orejas.
O su hermano pequeño, el inválido
que se arrastraba por el suelo
y te tiraba del pantalón ofreciéndose
a limpiarte los zapatos por la voluntad,
y al que aquellos cabrones le daban
un duro o despreciaban o simplemente
pasaban de él porque parecía medio
gitano o medio moro. Sólo yo sé
la vergüenza que sentí ante sus ojos
cuando le di cincuenta pesetas y creyó
ver el cielo, y se humillaba y me daba
las gracias en lugar de clavarme un cuchillo.
Podría ser aquella otra niña que ensayaba
su baile en las fiestas del colegio
y se acercó a pedirme hablar
por el micrófono y me preguntó quién era
con los ojos más puros que yo he visto en mi vida.
O la sombra de Angel que murió de leucemia.

En Sarajevo ha muerto un niño al que pocos podrán llorar.
En su caja pequeña de madera el padre de su madre
colocará su cuerpo con cuidado y rezará
una oración sin atreverse a maldecir al cielo.
Las vecinas abrazarán a la madre durante
toda la noche con ese valor que sólo poseen las mujeres.
Esta misma noche los corresponsales extranjeros
tomarán sus copas como siempre
en el bar del Holiday Inn y yo veré
una película por televisión antes de dormir tranquilo.
Pero, ¿qué estarán haciendo los generales?

Hoy catorce de octubre de este año azul
en Sarajevo ha muerto un niño.
Podría ser el hijo que no tengo
o ese niño grandote que se emborracha los viernes
cuando se siente libre y grita por las calles y vomita
la maldita ginebra de garrafa que algún
desgraciado le vende como si fuera buena
aunque sea un menor, y todavía se justifica
diciendo que con los impuestos no puede
mantener el bar ni contratar camareros fijos,
cuando lo que de verdad le preocupa
es cambiar de coche y que sus amigos
vean que prospera.
En Sarajevo ha muerto un niño
que podría ser aquél al que nadie
escucha, al que todos ponemos los suspensos
y su padre le atiza cuando llegan las notas
y él sólo sabe que no entiende la vida,
y poco a poco sin saberlo
en su corazón ya no queda ni el odio.
Podría ser aquél que sueña en este otoño
con que su hermano grande lo proteja
en el patio y que nadie se meta con él
que sólo quiere jugar con los mayores.
Podría ser el niño que en las calles
de Oporto me ofrecía botellas
de Chivas a buen precio y relojes
tan falsos como su voz de adulto
que finge su misterio de comerciante
hábil y que, al caer la tarde,
volvía hacia su barrio andando por callejas
inmundas y silbando una canción
de negros que caminan por callejas
inmundas y que ofrecen botellas
a buen precio y relojes robados.
También podría ser aquella niña
que en un mes de septiembre caluroso,
a la pura luz del mediodía en Granada,
malvendía claveles tan resecos
que en sus manos sucias no parecían
flores, y sonreía imitando
las gracias de su madre y sus ojos
ya no eran de niña.
O su hermano pequeño, el que observaba
el negocio sentado al pie de la verja
de aquel restaurante camino
de la Alhambra, y daba palmas
y corría para advertirme de un espacio
en el parking y tendía la mano
y me decía: no se preocupe, señor,
yo se lo cuido. Sólo yo sé
la vergüenza que sentí ante sus ojos
cuando aquel madrileño que bajaba
del Patrol con la rubia teñida
con aires de marquesa
le gritó desde el alma: niño, quita de ahí
que te doy una hostia.
Podría ser aquella otra niña que agitaba
su manita dulce sin conocerme
desde los hombros de su padre
jugando a los saludos y ocultándose luego
entre risas pequeñas
con los ojos más limpios que yo he visto en mi vida.
O la sombra de Victoria que murió de silencio.

En Sarajevo ha muerto un niño al que pocos
guardarán en su memoria. La madre de su padre
recordará a su hijo que se encuentra en el frente
y rezará sin palabras maldiciendo a los cielos.
Los vecinos beberán sin descanso durante
toda la noche con ese dolor que sólo poseen los que tiemblan.
Esta misma noche los soldados de las colinas
cantarán como siempre y yo seguiré
leyendo una novela antes de dormir tranquilo.
Pero, ¿dónde estarán los generales?

Hoy quince de octubre de este año azul
en Sarajevo ha muerto un niño.
Podría ser el hijo que no tengo
o esa niña que espera en la Casa de Campo
a que un hombre cualquiera se detenga
ante ella, la mire con lascivia, la sopese,
la huela y le diga que cuánto por un francés
sin goma, y ella dude y se piense
que mil duros son muchos por un riesgo
pequeño y se suba con miedo
y se pierda en la noche.
En Sarajevo ha muerto un niño
que podría ser aquél al que todos corean
porque es tonto desde su nacimiento y no sabe
escribir y apenas lee, y casi habla gangoso
para colmo de tantas carcajadas
que le caen encima cada vez que pisa las calles
de su pueblo, y al que los de la última
quinta dejaron en pelota y ataron
a un árbol de la plaza hasta que, al alba,
sus llantos despertaron a su madre que vive
en una mala casa casi a más de dos leguas.
Podría ser aquél que sueña en este otoño
con la niña que ha visto en el quiosco
del parque comprándose unas pipas con su corro
de amigas y que mira a los grandes,
y aunque él ni siquiera reconoce su nombre
entre los nombres todos que se oyen a veces
sabe ya que es la suya, la que aguarda
en su sueño de las noches felices
y se acerca y le besa
y le dice: soy Carmen; no me dejes, Antonio.
Podría ser el niño que en las calles
de Cádiz me ofreció chocolate y me guiñaba
cómplice enseñándome el costo
en un papel de plata desgastado en su mano,
y después de unas horas me contaba
los cuentos de sus viajes en barca con su padre
y su tío, y su madre en la playa
y su abuela y sus primas descargando
los fardos en las noches sin luna
y ganándose el hambre.
También podría ser aquella niña
que encontré hace poco en un abril de lluvia
y de nostalgia en una acera de Valença
do Minho pidiéndome pesetas
y no escudos: español, español, ¿tienes
pesetas?, y sonreía con su vestido roto,
descosido y escaso, empapada
del agua que nos caía encima.
O su hermano pequeño, refugiado
en el quicio de una puerta, que esperaba
y cogía la moneda y corría cruzando
por el parque al pie de la muralla, y llegaba
riendo y enseñaba a su padre sus manos
y entre ambos contaban
el salario del día. Sólo yo sé
la vergüenza que sentí ante sus ojos
cuando aquel guardia inútil se dirigió hacia ellos
ante el dedo extendido de una turista infame
y se quedaron quietos,
y el pequeño lloraba.
Podría ser aquella otra niña que esperaba
en la fuente y que buscó
mi ayuda para llegar al agua
con los ojos más claros que yo he visto en mi vida.
O la sombra de Luis que murió de otra muerte.

En Sarajevo ha muerto un niño al que pocos
dedicarán un pensamiento. Sus hermanos
aguardan en el cuarto del fondo
a que todo se cumpla y alguien diga
es la hora de bajarlo a la tierra.
Sus primos y sus primas se abrazarán con rabia
y jurarán venganza contra el mundo
asesino. Mientras tanto, su imagen atraviesa
satélites, se disuelve en el día común
de nuestra vida, se desvanece solo
frente a lo más urgente y en este mismo aire
que sin él respiramos y en esta misma noche,
contemplando la luna como en tantos octubres,
los corresponsales extranjeros, los soldados
de las colinas y yo tomaremos una copa
antes de dormir tranquilos.
Pero, ¿dónde se ocultan los generales?

Hoy dieciséis de octubre de este año azul
en Sarajevo ha muerto un niño.
Podría ser el hijo que no tengo
o ese niño que pasa por las calles
riéndose de todo, insultando
a los viejos, torciendo en un mal gesto
su jeta endurecida que roba bicicletas
y en cada noche larga recorre las ciudades
a lomos de la prisa buscándose
un mal rollo que lo lleve hasta el alba
y lo ayude y le diga soy el amo
de todo hasta de mis pies pequeños.
En Sarajevo ha muerto un niño
que podría ser aquél que ha visto
más allá de la vida lo que no ha visto
nadie y en cada noche larga ya ni reza
siquiera porque su padre llegue
y no pegue a su madre.
Podría ser aquél que sueña en este otoño
con buscarse la vida y ser mayor
y hacerse una casa muy grande y tener
muchos perros y millares de amigos
y no perderse nada de lo que el mundo
ofrece y en cada noche larga
sentarse a contemplarlo.
Podría ser el niño que en las calles
de Londres me señaló a su madre
tendida en los cartones de un portal de oficinas
y me llevó después, por la acera
de enfrente, de San Martín al río
y sin volverse nunca ni siquiera lloraba,
y en cada noche larga se me viene la imagen
de esa mujer perdida entre aquellos
cartones al pie del edificio señorial
que ostentaba en un cartel pequeño
su oferta de futuro: se vende
por un millón de libras.
También podría ser aquella niña
que me encontré un verano distante
ya en el tiempo por la playa
de Biarritz recogiendo papeles, buscando
entre los restos que los demás tiraban
atenta a cada olvido
y que tenía prisa por crecer y olvidarnos
y perderse y huirse
y vestirse con lujo y mirarnos de lejos.
O su hermano pequeño, que parecía
loco y chillaba imitando la voz
de las gaviotas y sacaba
la lengua y escupía en el suelo
del paseo marítimo riéndose
del aire. Sólo yo sé
la vergüenza que sentí ante sus ojos
cuando aquellos don nadie que bebían
su cola sentados con su padre
en una de las mesas de la terraza baja
lo echaron a patadas.
Podría ser aquella otra niña que jugaba
en la calle a la cuerda
y reía a mi paso
con los ojos más ciertos que yo he visto en mi vida.
O la sombra de Marcos que murió sin pulmones.

En Sarajevo ha muerto un niño al que pocos podrán llorar.
Pero, ¿qué estarán haciendo los generales?

Hoy diecisiete de octubre de este año azul
en Sarajevo ha muerto un niño.
Podría ser el hijo que no tengo
o ese niño que llora en este instante
en que tú lees y yo escribo, el niño
desnutrido, el niño
sin palabras, el que huyó de su casa
o el que no tiene a nadie, el que no tiene
raza ni nombre ni misterio
ni siquiera una sombra para llegar
a alto y decirnos que gime
y que no nos perdona.
En Sarajevo ha muerto un niño
que podría ser aquél que ha bajado
a la playa y juega con la arena
y se acerca a la orilla, y respira
agitado y se pierde en sus silencios
de niño frente a la mar enorme.

En Sarajevo ha muerto un niño al que pocos
guardarán en su memoria.
Pero, ¿dónde estarán los generales?

Podría ser aquél que sueña en este otoño
con la vida más larga que un hombre
haya soñado, y se para
en la noche y en su cuarto de niño
se sonríe y se crece.
Podría ser el niño que en las calles
del tiempo corría en el pasillo
los miles de kilómetros del mundo,
estaba una vez don gato
sentadito en su tejado, el sillón
de la reina, el gordo que se comió
el huevo, el que lo encontró
y el que fue por leña, el aserrín
y el aserrán, la m con la a ?ma?.

En Sarajevo ha muerto un niño al que pocos
dedicarán un pensamiento.
Pero, ¿dónde se ocultan los generales?

También podría ser aquella niña
que golpeaba los ríos de la oscuridad,
procesiones en niebla brotando
entre temblores a lo largo del muro
y la banda de clarín y los soldados firmes
y aquellos penitentes ocultos
en toda su negrura amenazante.
O su hermano pequeño, sentado
en el pupitre, qué ansiedad cada día,
la sucesión de vómitos al pie
de tanta infancia maldita de silencios,
el ruido de la vara brutalmente
en el aire, rezad conmigo
con los cuerpos dulcísimos de todas
las mañanas heladoras, los niños
mártires con la cara sin sol en la habitación
sombría, la maldad original de los cuerpos
dulcísimos, la sucesión de vómitos
al pie de nuestra infancia. Sólo yo sé
la vergüenza que sentí ante sus ojos.
Podría ser aquella otra niña que corría
en la calle de camino a su casa
y se paró un momento para saber la hora
con los ojos más libres que yo he visto en mi vida.
O la sombra de Paula que murió del pasado.

En Sarajevo ha muerto un niño al que pocos podrán llorar.
En su caja pequeña de madera el padre de su madre
colocará su cuerpo con cuidado y rezará
una oración sin atreverse a maldecir al cielo.
La madre de su padre recordará a su hijo
que se encuentra en el frente y rezará sin palabras
maldiciendo a los cielos. Sus hermanos
aguardarán en el cuarto del fondo
a que todo se cumpla y alguien diga
es la hora de bajarlo a la tierra.
Pero, ¿qué estarán haciendo los generales?

En Sarajevo ha muerto un niño al que pocos
guardarán en su memoria. Las vecinas
abrazarán a la madre durante toda
la noche con ese valor que sólo poseen las mujeres.
Los vecinos beberán sin descanso durante toda
la noche con ese dolor que sólo poseen los que tiemblan.
Sus primos y sus primas se abrazarán con rabia
y jurarán venganza contra el mundo asesino.
Pero, ¿dónde estarán los generales?

En Sarajevo ha muerto un niño al que pocos
dedicarán un pensamiento. Mientras tanto, su imagen
atraviesa satélites, llega a todos nosotros
en este mismo aire que sin él respiramos
y esta misma noche, al filo de su ausencia,
los corresponsales extranjeros tomarán sus copas
como siempre en el bar del Holiday Inn,
los soldados de las colinas cantarán como siempre
y yo veré una película por televisión
y seguiré leyendo una novela y tomaré una copa
preguntándome: ¿dónde se ocultan los generales?,
¿por qué no mueren nunca los generales?





Políticas de Privacidad