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Poema Madrid (1937) de Pablo Neruda



EN esta hora recuerdo a todo y todos,
fibradamente, hundidamente en
las regiones que -sonido y pluma-
golpeando un poco, existen
más allá de la tierra, pero en la tierra. Hoy
comienza un nuevo invierno.
No hay en esa ciudad,
en donde está lo que amo,
no hay pan ni luz: un cristal frío cae
sobre secos geranios. De noche sueños negros
abiertos por obuses, como sangrientos bueyes:
nadie en el alba de las fortificaciones,
sino un carro quebrado: ya musgo, ya silencio de edades
en vez de golondrinas en las casas quemadas,
desangradas, vacías, con puertas hacia el cielo:
ya comienza el mercado a abrir sus pobres esmeraldas,
y las naranjas, el pescado,
cada día traídos a través de la sangre,
se ofrecen a las manos de la hermana y la viuda.
Ciudad de luto, socavada, herida,
rota, golpeada, agujereada, llena
de sangre y vidrios rotos, ciudad sin noche, toda
noche y silencio y estampido y héroes,
ahora un nuevo invierno más desnudo y más solo,
ahora sin harina, sin pasos, con tu luna
de soldados.
A todos, a todos.
Sol pobre, sangre nuestra
perdida, corazón terrible
sacudido y llorando. Lágrimas como pesadas balas
han caído en tu oscura tierra haciendo sonido
de palomas que caen, mano que cierra
la muerte para siempre, sangre de cada día
y cada noche y cada semana y cada
mes. Sin hablar de vosotros, héroes dormidos
y despiertos, sin hablar de vosotros que hacéis temblar el agua
y la tierra con vuestra voluntad insigne,
en esta hora escucho el tiempo en una calle,
alguien me habla, el invierno
llega de nuevo a los hoteles
en que he vivido,
todo es ciudad lo que escucho y distancia
rodeada por el fuego como por una espuma
de víboras, asaltada por una
agua de infierno.
Hace ya más de un año
que los enmascarados tocan tu humana orilla
y mueren al contacto de tu eléctrica sangre:
sacos de moros, sacos de traidores,
han rodado a tus pies de piedra: ni el humo ni la muerte
han conquistado tus muros ardiendo.
Entonces,
qué hay, entonces? Sí, son los del exterminio,
son los devoradores: te acechan, ciudad blanca,
el obispo de turbio testuz, los señoritos
fecales y feudales, el general en cuya mano
suenan treinta dineros: están contra tus muros
un cinturón de lluviosas beatas,
un escuadrón de embajadores pútridos
y un triste hipo de perros militares.

Loor a ti, loor en nube, en rayo,
en salud, en espadas,
frente sangrante cuyo hilo de sangre
reverbera en las piedras malheridas,
deslizamiento de dulzura dura,
clara cuna en relámpagos armada,
material ciudadela, aire de sangre
del que nacen abejas.
Hoy tú que vives, Juan,
hoy tú que miras, Pedro, concibes, duermes, comes:
hoy en la noche sin luz vigilando sin sueño y sin reposo,
solos en el cemento, por la tierra cortada,
desde los enlutados alambres, al Sur, en medio, en torno,
sin cielo, sin misterio,
hombres como un collar de cordones defienden
la ciudad rodeada por las llamas: Madrid endurecida
por golpe astral, por conmoción del fuego:
tierra y vigilia en el alto silencio
de la victoria: sacudida
como una rosa rota: rodeada
de laurel infinito!



Poema Madrid (1936) de Pablo Neruda



MADRID sola y solemne, julio te sorprendió con tu alegría
de panal pobre: clara era tu calle,
claro era tu sueno.
Un hipo negro
de generales, una ola
de sotanas rabiosas
rompió entre tus rodillas
sus cenagales aguas, sus ríos de gargajo.

Con los ojos heridos todavía de sueño,
con escopeta y piedras, Madrid, recién herida,
te defendiste. Corrías
por las calles
dejando estelas de tu santa sangre,
reuniendo y llamando con una voz de océano,
con un rostro cambiado para siempre
por la luz de la sangre, como una vengadora
montaña, como una silbante
estrella de cuchillos.

Cuando en los tenebrosos cuarteles, cuando en las sacristías
de la traición entró tu espada ardiendo,
no hubo sino silencio de amanecer, no hubo
sino tu paso de banderas,
y una honorable gota de sangre en tu sonrisa.



Poema Los Muertos De La Plaza de Pablo Neruda



(28 de enero de 1948. Santiago de Chile)

YO no vengo a llorar aquí donde cayeron:
vengo a vosotros, acudo a los que viven.
Acudo a ti y a mí y en tu pecho golpeo.
Cayeron otros antes. Recuerdas? Sí,
recuerdas.
Otros que el mismo nombre y apellido
tuvieron.
En San Gregorio, en Lonquimay lluvioso,
en Ranquil, derramados por el viento,
en Iquique, enterrados en la arena,
a lo largo del mar y del desierto,
a lo largo del humo y de la lluvia,
desde las pampas a los archipiélagos
fueron asesinados otros hombres,
otros que como tú se llamaban Antonio
y que eran como tú pescadores o herreros:
carne de Chile, rostros
cicatrizados por el viento,
martirizados por la pampa,
firmados por el sufrimiento.

Yo encontré por los muros de la patria,
junto a la nieve y su cristalería,
detrás del río de ramaje verde,
debajo del nitrato y de la espiga,
una gota de sangre de mi pueblo
y cada gota, como el fuego, ardía.



Poema Los Llamo de Pablo Neruda



Uno a uno hablaré con ellos está tarde.
Uno a uno, llegáis en el recuerdo,
esta tarde, a esta plaza.

Manuel Antonio López,
camarada.

Lisboa Calderón,
otros te traicionaron, nosotros continuamos tu
jornada.

Alejandro Gutiérrez,
el estandarte que cayó contigo
sobre toda la tierra se levanta.

César Tapia,
tu corazón está en estas banderas,
palpita hoy en el viento de la plaza.

Filomeno Chávez,
nunca estreché tu mano, pero aquí está tu mano:
es una mano pura que la muerte no mata.

Ramona Parra, joven
estrella iluminada,
Ramona Parra, frágil heroína,
Ramona Parra, flor ensangrentada,
amiga nuestra, corazón valiente,
niña ejemplar, guerrillera dorada:
juramos en tu nombre continuar esta lucha
para que así florezca tu sangre derramada.



Poema Los Libertadores de Pablo Neruda



AQUÍ viene el árbol, el árbol
de la tormenta, el árbol del pueblo.
De la tierra suben sus héroes
como las hojas por la savia,
y el viento estrella los follajes
de muchedumbre rumorosa,
hasta que cae la semilla
del pan otra vez a la tierra.

Aquí viene el árbol, el árbol
nutrido por muertos desnudos,
muertos azotados y heridos,
muertos de rostros imposibles,
empalados sobre una lanza,
desmenuzados en la hoguera,
decapitados por el hacha,
descuartizados a caballo,
crucificados en la iglesia.

Aquí viene el árbol, el árbol
cuyas raíces están vivas,
sacó salitre del martirio,
sus raíces comieron sangre
y extrajo lágrimas del suelo:
las elevó por sus ramajes,
las repartió en su arquitectura.
Fueron flores invisibles,
a veces, flores enterradas,
otras veces iluminaron
sus pétalos, como planetas.

Y el hombre recogió en las ramas
las caracolas endurecidas,
las entregó de mano en mano
como magnolias o granadas
y de pronto, abrieron la tierra,
crecieron hasta las estrellas.

Éste es el árbol de los libres.
El árbol tierra, el árbol nube,
el árbol pan, el árbol flecha,
el árbol puño, el árbol fuego.
Lo ahoga el agua tormentosa
de nuestra época nocturna,
pero su mástil balancea
el ruedo de su poderío.

Otras veces, de nuevo caen
las ramas rotas por la cólera
y una ceniza amenazante
cubre su antigua majestad:
así pasó desde otros tiempos,
así salió de la agonía
hasta que una mano secreta,
unos brazos innumerables,
el pueblo, guardó los fragmentos,
escondió troncos invariables,
y sus labios eran las hojas
del inmenso árbol repartido,
diseminado en todas partes,
caminando con sus raíces.
Éste es el árbol, el árbol
del pueblo, de todos los pueblos
de la libertad, de la lucha.

Asómate a su cabellera:
toca sus rayos renovados:
hunde la mano en las usinas
donde su fruto palpitante
propaga su luz cada día.
Levanta esta tierra en tus manos,
participa de este esplendor,
toma tu pan y tu manzana,
tu corazón y tu caballo
y monta guardia en la frontera,
en el límite de sus hojas.

Defiende el fin de sus corolas,
comparte las noches hostiles,
vigila el ciclo de la aurora,
respira la altura estrellada,
sosteniendo el árbol, el árbol
que crece en medio de la tierra.



Poema Los Hombres Y Las Islas de Pablo Neruda



LOS hombres oceánicos despertaron, cantaban
las aguas en las islas, de piedra en piedra verde:
las doncellas textiles cruzaban el recinto
en que el fuego y la lluvia entrelazados
procreaban diademas y tambores.
La luna melanésica
fue una dura madrépora, las flores azufradas
venían del océano, las hijas
de la tierra temblaban como olas
en el viento nupcial de las palmeras
y entraron a la carne los arpones
persiguiendo las vidas de la espuma.

Canoas balanceadas en el día desierto,
desde las islas como puntos de polen hacia
la metálica masa de América nocturna:
diminutas estrellas sin nombre, perfumadas
como manantiales secretos, rebosantes
de plumas y corales, cuando
los ojos oceánicos descubrieron la altura
sombría de la costa del cobre, la escarpada
torre de nieve, y los hombres de arcilla
vieron bailar los estandartes húmedos
y los ágiles hijos atmosféricos
de la remota soledad marina,
llegó la rama
del azahar perdido, vino el viento
de la magnolia oceánica, la dulzura
del acicate azul en las caderas,
el beso de las islas sin metales,
puras como la miel desordenada,
sonoras como sábanas del cielo.



Poema Los Hombres Del Nitrato de Pablo Neruda



Yo estaba en el salitre, con los héroes oscuros,
con el que cava nieve fertilizante y fina
en la corteza dura del planeta,
y estreché con orgullo sus manos de tierra.

Ellos me dijeron: «Mira,
hermano, cómo vivimos,
aquí en «Humberstone», aquí en «Mapocho»,
en «Ricaventura», en «Paloma»,
en «Pan de Azúcar», en «Piojillo»».

Y me mostraron sus raciones
de miserables alimentos,
su piso de tierra en las casas,
el sol, el polvo, las vinchucas,
y la soledad inmensa.

Yo vi el trabajo de los derripiadores,
que dejan sumida, en el mango
de la madera de la pala,
toda la huella de sus manos.

Yo escuché una voz que venía
desde el fondo estrecho del pique,
como de un útero infernal,
y después asomar arriba
una criatura sin rostro,
una máscara polvorienta
de sudor, de sangre y de polvo.

Y ése me dijo: «Adonde vayas,
habla tú de estos tormentos,
habla tú, hermano, de tu hermano
que vive abajo, en el infierno».



Poema Los Enemigos de Pablo Neruda



Ellos aquí trajeron los fusiles repletos
de pólvora, ellos mandaron el acerbo
exterminio,
ellos aquí encontraron un pueblo que cantaba,
un pueblo por deber y por amor reunido,
y la delgada niña cayó con su bandera,
y el joven sonriente rodó a su lado herido,
y el estupor del pueblo vio caer a los muertos
con furia y con dolor.
Entonces, en el sitio
donde cayeron los asesinados,
bajaron las banderas a empaparse de sangre
para alzarse de nuevo frente a los asesinos.

Por esos muertos, nuestros muertos,
pido castigo.

Para los que de sangre salpicaron la patria,
pido castigo.

Para el verdugo que mandó esta muerte,
pido castigo.

Para el traidor que ascendió sobre el crimen,
pido castigo.

Para el que dio la orden de agonía,
pido castigo.

Para los que defendieron este crimen,
pido castigo.

No quiero que me den la mano
empapada con nuestra sangre.
Pido castigo.
No los quiero de embajadores,
tampoco en su casa tranquilos,
los quiero ver aquí juzgados
en esta plaza, en este sitio.

Quiero castigo.



Poema Los Constructores De Estatuas (rapa Nui) de Pablo Neruda



YO soy el constructor de las estatuas. No tengo
nombre.
No tengo rostro. El mío se desvió hasta correr
sobre la zarza y subir impregnando las piedras.
Ellas tienen mi rostro petrificado, la grave
soledad de mi patria, la piel de Oceanía.

Nada quieren decir, nada quisieron
sino nacer con todo su volumen de arena,
subsistir destinadas al tiempo silencioso.

Tú me preguntarás si la estatua en que tantas
uñas y manos, brazos oscuros fui gastando,
te reserva una sílaba del cráter, un aroma
antiguo, preservado por un signo de lava?

No es así, las estatuas son lo que fuimos, somos
nosotros, nuestra frente que miraba las olas,
nuestra materia a veces interrumpida, a veces
continuada en la piedra semejante a nosotros.

Otros fueron los dioses pequeños y malignos,
peces, pájaros que entretuvieron la mañana,
escondiendo las hachas, rompiendo la estatura
de los más altos rostros que concibió la piedra.

Guarden los dioses el conflicto, si lo quieren,
de la cosecha postergada, y alimenten
el azúcar azul de la flor en el baile.

Suban ellos y bajen la llave de la harina:
empapen ellos todas las sábanas nupciales
con el polen mojado que imperceptible danza
adentro de la roja primavera del hombre,
pero hasta estas paredes, a este cráter, no vengas
sino tú, pequeñito, mortal, picapedrero.

Se van a consumir esta carne y la otra,
la flor perecerá tal vez, sin armadura,
cuando estéril aurora, polvo reseco, un día
venga la muerte al cinto de la isla orgullosa,
y tú, estatua, hija del hombre, quedarás
mirando con los ojos vacíos que subieron
desde una mano y otra de inmortales ausentes.

Arañarás la tierra hasta que nazca
la firmeza, hasta que caiga la sombra en la estructura
como sobre una abeja colosal que devora
su propia miel perdida en el tiempo infinito.

Tus manos tocarán la piedra hasta labrarla
dándole la energía solitaria que pueda
subsistir, sin gastarse los nombres que no
existen,
y así desde una vida a una muerte, amarrados
en el tiempo como una sola mano que ondula,
elevamos la torre calcinada que duerme.

La estatua que creció sobre nuestra estatura.

Miradlas hoy, tocad esta materia, estos labios
tienen el mismo idioma silencioso que duerme
en nuestra muerte, y esta cicatriz arenosa,
que el mar y el tiempo como lobos han lamido,
eran parte de un rostro que no fue derribado,
punto de un ser, racimo que derrotó cenizas.

Así nacieron, fueron vidas que labraron
su propia celda dura, su panal en la piedra.
Y esta mirada tiene más arena que el tiempo.
Más silencio que toda la muerte en su colmena.

Fueron la miel de un grave designio que
habitaba
la luz deslumbradora que hoy resbala en la
piedra.



Poema Locos Amigos de Pablo Neruda



SE abrió también la noche de repente,
la descubrí, y era una rosa oscura
entre un día amarillo y otro día.
Pero, para el que llega
del Sur, de las regiones
naturales, con fuego y ventisquero,
era la noche en la ciudad un barco,
una vaga bodega de navío.
Se abrían puertas y desde la sombra
la luz nos escupía:
bailaban hembra y hombre con zapatos
negros como ataúdes que brillaban
y se adherían uno a una como
las ventosas del mar, entre el tabaco,
el agrio vino, las conversaciones,
las carcajadas verdes del borracho.
Alguna vez una mujer cayéndose
en su pálido abismo, un rostro impuro
que me comunicaba ojos y boca.
Y allí senté mi adolescencia ardiendo
entre botellas rojas que estallaban
a veces derramando sus rubíes,
constelando fantásticas espadas,
conversaciones de la audacia inútil.
Allí mis compañeros:
Rojas Giménez extraviado
en su delicadeza,
marino de papel, estrictamente
loco, elevando
el humo en una copa
y en otra copa
su ternura errante,
hasta que así se fue de tumbo en tumbo,
como si el vino se lo hubiera llevado
a una comarca más y más lejana!
Oh hermano frágil, tantas
cosas gané contigo, tanto
perdí en tu desastrado corazón
como en un cofre roto,
sin saber que te irías con tu boca elegante,
sin saber que debías
también morir, tú que tenías
que dar lecciones a la primavera!
Y luego como un aparecido
que en plena fiesta estaba
escondido en lo oscuro
llegó Joaquín Cifuentes
de sus prisiones: pálida apostura,
rostro de mando en la lluvia,
enmarcado en las líneas del cabello
sobre la frente abierta a los dolores:
no sabía reír mi amigo nuevo:
y en la ceniza de la noche cruel
vi consumirse al Húsar de la Muerte.



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