poemas vida obra m

Poema Marina Impasible de José Hierro



Por primera vez, o por última,
soy libre…

Arbustos con espuelas
de marfil. Rocas oxidadas.
El otoño pliega sus tonos
frente al crujido de las olas.
Por primera vez, o por última.

Las gaviotas tocan sus oboes
de tormenta. Unos dedos verdes
hunden la luna en luz marina,
la tienden al pie del silencio.
Se ha desnudado una mujer
y muestra sus luces mellizas;
al huir, dispersa su paso
luminosa arena de estrellas.
Por primera vez, o por última.

Tijeras de oro en el poniente.
Se enciende un violín ruiseñor
en el esqueleto del mar.
Garras de nubes estrangulan
el azul, y lo hacen gemir.

Ojos fijos en su tesoro,
presente inmóvil -sin recuerdos,
sin propósitos-, soy ahora.
todo está sometido a un orden
que yo no entiendo. Pero embarco
en la nave, y el marinero
me dirá su cantar, más tarde,
desde el éxtasis…

Por primera,
o por única vez, soy libre.

De «Libro de las alucinaciones» 1964



Poema Madrigal de José Hierro



Lo más hermoso, aquello
que no puede comprarse,
que vale, frente a un copo de tu espuma,
si se sabe mirar,
frente a una pluma de tormenta, rota
sobre tu orilla, frente
a tus platas y azules,
metales y cristales,
si se los sabe oler, gustar, tocar, oír…

Qué vale nada lo que tú. Rebosa
la eternidad tu vaso,
llueve su vino sobre nuestra carne.
Una concha roída
por los gusanos de tu mar, un poco,
de cal, y bruma, y nácar,
pude hacernos llorar,
ensancha las fronteras
del alma, desmorona
los muros negros de la realidad.
Qué vale nada, todo,
lo que tú, playa mía,
lirio de arena, selva
de círculos de oro,
túnica ardiente, pálida campana,
palacio sumergido,
inolvidable…

De «Cuanto sé de mí» 1957-1959



Poema Martín Fierro (fragmento) de José Hernández



M. Fierro:
Aquí me pongo a cantar
al compás de la vigüela,
que el hombre que lo desvela
una pena estrordinaria,
como la ave solitaria,
con el cantar se consuela.

Pido a los santos del cielo
que ayuden mi pensamiento;
les pido en este momento
que voy a cantar mi historia
me refresquen la memoria
y aclaren mi entendimiento.

Vengan santos milagrosos,
vengan todos en mi ayuda,
que la lengua se me añuda
y se me turba la vista;
pido a mi Dios que me asista
en una ocasión tan ruda.

Yo he visto muchos cantores,
con famas bien otenidas,
y que después de alquiridas
no las quieren sustentar:
parece que sin largar
se cansaron en partidas.

Mas ande otro criollo pasa
Martín Fierro ha de pasar;
nada lo hace recular
ni las fantasmas lo espantan;
y dende que todos cantan
yo también quiero cantar.

Cantando me he de morir,
cantando me han de enterrar,
y cantando he de llegar
al pie del Eterno Padre:
dende el vientre de mi madre
vine a este mundo a cantar.

Que no se trabe mi lengua
ni me falte la palabra.
El cantar mi gloria labra,
y poniéndome a cantar,
cantando me han de encontrar
aunque la tierra se abra.

Me siento en el plan de un bajo
a cantar un argumento.
Como si soplara el viento
hago tiritar los pastos.
Con oros, copas y bastos
juega allí mi pensamiento.

Yo no soy cantor letrao,
mas si me pongo a cantar
no tengo cuándo acabar
y me envejezco cantando;
las coplas me van brotando
como agua de manantial.

Con la guitarra en la mano
ni las moscas se me arriman;
naides me pone el pie encima,
y cuando el pecho se entona,
hago gemir a la prima
y llorar a la bordona.

Yo soy toro en mi rodeo
y toraso en rodeo ajeno;
siempre me tuve por güeno,
y si me quieren probar,
salgan otros a cantar
y veremos quién menos.

No me hago al lao de la güeya
aunque vengan degollando;
con los blandos yo soy blando
y soy duro con los duros,
y ninguno, en un apuro,
me ha visto andar tutubiando.

En el peligro, ¡qué Cristos!,
el corazón se me enancha
pues toda la tierra es cancha,
y de esto naides se asombre:
el que se tiene por hombre
donde quiera hace pata ancha.

Soy gaucho, y entiendanló
como mi lengua lo explica,
para mí la tierra es chica
y pudiera ser mayor.
Ni la víbora me pica
ni quema mi frente el sol.

Nací como nace el peje,
en el fondo de la mar;
naides me puede quitar
aquello que Dios me dio:
lo que al mundo truge yo
del mundo lo he de llevar.

Mi gloria es vivir tan libre
como el pájaro del cielo;
no hago nido en este suelo,
ande hay tanto que sufrir;
y naides me ha de seguir
cuando yo remonto el vuelo.

Yo no tengo en el amor
quien me venga con querella;
como esas aves tan bellas
que saltan de rama en rama;
yo hago en el trébol mi cama
y me cubren las estrellas.

Y sepan cuantos escuchan
de mis penas el relato,
que nunca peleo ni mato
sino por necesidá,
y que a tanta adversidá
solo me arrojó el mal trato.

(…)



Poema Muerte Sin Fin de Jose Gorostiza



Lleno de mí, sitiado en mi epidermis
por un dios inasible que me ahoga,
mentido acaso
por su radiante atmósfera de luces
que oculta mi conciencia derramada,
mis alas rotas en esquirlas de aire,
mi torpe andar a tientas por el lodo;
lleno de mí ?ahíto? me descubro
en la imagen atónita del agua,
que tan sólo es un tumbo inmarcesible,
un desplome de ángeles caídos
a la delicia intacta de su peso,
que nada tiene
sino la cara en blanco
hundida a medias, ya, como una risa agónica,
en las tenues holandas de la nube
y en los funestos cánticos del mar
?más resabio de sal o albor de cúmulo
que sola prisa de acosada espuma.
No obstante ?oh paradoja? constreñida
por el rigor del vaso que la aclara,
el agua toma forma.
En él se asienta, ahonda y edifica,
cumple una edad amarga de silencios
y un reposo gentil de muerte niña,
sonriente, que desflora
un más allá de pájaros
en desbandada.
En la red de cristal que la estrangula,
allí, como en el agua de un espejo,
se reconoce;
atada allí, gota con gota,
marchito el tropo de espuma en la garganta
¡qué desnudez de agua tan intensa,
qué agua tan agua,
está en su orbe tornasol soñando,
cantando ya una sed de hielo justo!
¡Mas qué vaso ?también? más providente
éste que así se hinche
como una estrella en grano,
que así, en heroica promisión, se enciende
como un seno habitado por la dicha,
y rinde así, puntual,
una rotunda flor
de transparencia al agua,
un ojo proyectil que cobra alturas
y una ventana a gritos luminosos
sobre esa libertad enardecida
que se agobia de cándidas prisiones!

¡Más que vaso ?también? más providente!
Tal vez esta oquedad que nos estrecha
en islas de monólogos sin eco,
aunque se llama Dios,
no sea sino un vaso
que nos amolda el alma perdidiza,
pero que acaso el alma sólo advierte
en una transparencia acumulada
que tiñe la noción de Él, de azul.
El mismo Dios,
en sus presencias tímidas,
ha de gastar la tez azul
y una clara inocencia imponderable,
oculta al ojo, pero fresca al tacto,
como este mar fantasma en que respiran
?peces del aire altísimo?
los hombres.
¡Sí, es azul! ¡Tiene que ser azul!
Un coagulado azul de lontananza,
un circundante amor de la criatura,
en donde el ojo de agua de su cuerpo
que mana en lentas ondas de estatura
entre fiebres y llagas;
en donde el río hostil de su conciencia
¡agua fofa, mordiente, que se tira,
ay, incapaz de cohesión al suelo!
en donde el brusco andar de la criatura
amortigua su enojo,
se redondea
como una cifra generosa,
se pone en pie, veraz, como una estatua.
¿Qué puede ser ?si no? si un vaso no?
Un minuto quizá que se enardece
hasta la incandescencia,
que alarga el arrebato de su brasa,
ay, tanto más hacia lo eterno mínimo
cuanto es más hondo el tiempo que lo colma.
Un cóncavo minuto del espíritu
que una noche impensada,
al azar
y en cualquier escenario irrelevante
con el vuelo del pájaro,
estalla en él como un cohete herido
y en sonoras estrellas precipita
su desbandada pólvora de plumas.
Mas en la médula de esta alegría,
no ocurre nada, no;
sólo un cándido sueño que recorre
las estaciones todas de su ruta
tan amorosamente
que no elude seguirla a sus infiernos,
ay, y con qué miradas de atropina,
tumefactas e inmóviles, escruta
el curso de la luz, su instante fúlgido,
en la piel de una gota de rocío;
concibe el ojo
y el intangible aceite
que nutre de esbeltez a la mirada;
gobierna el crecimiento de las uñas
y en la raíz de la palabra esconde
el frondoso discurso de ancha copa
y el poema de diáfanas espigas.
Pero aún más ?porque en su cielo impío
nada es tan cruel como este puro goce?
somete sus imágenes al fuego
de especiosas torturas que imagina
?las infla de pasión,
en la prisma del llanto las deshace,
las ciega con el lustre de un barniz,
las satura de odios purulentos,
rencores zánganos
como una mala costra,
angustias secas como la sed del yeso.
Pero aún más ?porque, inmune a la mácula,
tan perfecta crueldad no cede a límites?
perfora la substancia de su gozo
con rudos alfileres;
piensa el tumor, la úlcera y el chancro
que habrán de festonar la tez pulida,
toma en su mano etérea a la criatura
y la enjuta, la hincha o la demacra,
como a un copo de cera sudorosa,
y en un ilustre hallazgo de ironía
la estrecha enternecido
con los brazos glaciales de la fiebre.
Mas nada ocurre, no, sólo este sueño
desorbitado
que se mira a sí mismo en plena marcha;
presume, pues, su término inminente
y adereza en el acto
el plan de su fatiga,
su justa vacación
su domingo de gracia allá en el campo,
al fresco albor de las camisas flojas.
¡Qué trebolar mullido, qué parasol de niebla
se regala en el ánimo
para gustar la miel de sus vigilias!
Pero el ritmo es su norma, el solo paso,
la sola marcha en círculo, sin ojos;
así, aun de su cansancio, extrae
¡hop!
largas cintas de cintas de sorpresas
que en un constante perecer enérgico,
en un morir absorto,
arrasan sin cesar su bella fábrica
hasta que ?hijo de su misma muerte,
gestado en la aridez de sus escombros?
siente que su fatiga se fatiga,
se erige a descansar de su descanso
y sueña que su sueño se repite,
irresponsable, eterno,
muerte sin fin de una obstinada muerte,
sueño de garza anochecido a plomo
que cambia sí de pie, mas no de sueño,
que cambia sí la imagen,
mas no la doncellez de su osadía
¡oh inteligencia, soledad en llamas!
que lo consume todo hasta el silencio,
sí, como una semilla enamorada
que pudiera soñarse germinando,
probar en el rencor de la molécula
el salto de las ramas que aprisiona
y el gusto de su fruta prohibida,
ay, sin hollar, semilla casta,
sus propios impasibles tegumentos.

¡Oh inteligencia, soledad en llamas
que todo lo concibe sin crearlo!
Finge el calor del lodo,
su emoción de substancia adolorida,
el iracundo amor que lo embellece
y lo encumbra más allá de las alas
a donde sólo el ritmo
de los luceros llora,
mas no le infunde el soplo que lo pone en pie
y permanece recreándose a sí misma,
única en Él, inmaculada, sola en Él,
reticencia indecible,
amoroso temor de la materia,
angélico egoísmo que se escapa
como un grito de júbilo sobre la muerte
?oh inteligencia, páramo de espejos!
helada emanación de rosas pétreas
en la cumbre de un tiempo paralítico;
pulso sellado;
como una red de arterias temblorosas,
hermético sistema de eslabones
que apenas se apresura o se retarda
según la intensidad de su deleite;
abstinencia angustiosa
que presume el dolor y no lo crea,
que escucha ya en la estepa de sus tímpanos
retumbar el gemido del lenguaje
y no lo emite;
que nada más absorbe las esencias
y se mantiene así, rencor sañudo,
una, exquisita, con su dios estéril,
sin alzar entre ambos
la sorda pesadumbre de la carne,
sin admitir en su unidad perfecta
el escarnio brutal de esa discordia
que nutren vida y muerte inconciliables,
siguiéndose una a otra
como el día y la noche,
una y otra acampadas en la célula
como en un tardo tiempo de crepúsculo,
ay, una nada más, estéril, agria,
con Él, conmigo, con nosotros tres;
como el vaso y el agua, sólo una
que reconcentra su silencio blanco
en la orilla letal de la palabra
y en la inminencia misma de la sangre.
¡ALELUYA, ALELUYA!

Iza la flor su enseña,
agua, en el prado.
¡Oh, qué mercadería
de olor alado!

¡Oh, qué mercadería
de tenue olor!
¡cómo inflama los aires
con su rubor!

¡Qué anegado de gritos
está el jardín!
«¡Yo, el heliotropo, yo!»
«¿Yo? El jazmín.»

Ay, pero el agua,
ay, si no huele a nada.

Tiene la noche un árbol
con frutos de ámbar;
tiene una tez la tierra,
ay, de esmeraldas.

El tesón de la sangre
anda de rojo;
anda de añil el sueño;
la dicha, de oro.

Tiene el amor feroces
galgos morados;
pero también sus mieses,
también sus pájaros.

Ay, pero el agua,
ay, si no luce a nada.

Sabe a luz, a luz fría,
sí, la manzana.
¡Qué amanecida fruta
tan de mañana!
¡Qué anochecido sabes,
tú, sinsabor!
¡cómo pica en la entraña
tu picaflor!

Sabe la muerte a tierra,
la angustia a hiel.
Este morir a gotas
me sabe a miel.

Ay, pero el agua,
ay, si no sabe a nada.

[BAILE]

Pobrecilla del agua,
ay, que no tiene nada,
ay, amor, que se ahoga,
ay, en un vaso de agua.

En el rigor del vaso que la aclara,
el agua toma forma
?ciertamente.
Trae una sed de siglos en los belfos,
una sed fría, en punta, que ara cauces
en el sueño moroso de la tierra,
que perfora sus miembros florecidos,
como una sangre cáustica,
incendiándolos, ay, abriendo en ellos
desapacibles úlceras de insomnio.
Más amor que sed; más que amor, idolatría,
dispersión de criatura estupefacta
ante el fulgor que blande
?germen del trueno olímpico? la forma
en sus netos contornos fascinados.
¡Idolatría, sí idolatría!
Mas no le basta el ser un puro salmo,
un ardoroso incienso de sonido;
quiere, además, oírse.
Ni le basta tener sólo reflejos
?briznas de espuma
para el ala de luz que en ella anida;
quiere, además, un tálamo de sombra,
un ojo,
para mirar el ojo que la mira.
En el lago, en la charca, en el estanque,
en la entumida cuenca de la mano,
se consuma este rito de eslabones,
este enlace diabólico
que encadena el amor a su pecado.
En el nítido rostro sin facciones
el agua, poseída,
siente cuajar la máscara de espejos
que el dibujo del vaso le procura.
Ha encontrado, por fin,
en su correr sonámbulo,
una bella, puntual fisonomía.
Ya puede estar de pie frente a las cosas.
Ya es ella también, aunque por arte
de estas limpias metáforas cruzadas,
un encendido vaso de figuras.
El camino, la barda, los castaños,
para durar el tiempo de una muerte
gratuita y prematura, pero bella,
ingresan por su impulso
en el suplicio de la imagen propia
y en medio del jardín, bajo las nubes,
descarnada lección de poesía,
instalan un infierno alucinante.

Pero el vaso en sí mismo no se cumple.
Imagen de una deserción nefasta
¿qué esconde en su rigor inhabitado,
sino esta triste claridad a ciegas,
sino esta tentaleante lucidez?
Tenedlo ahí, sobre la mesa, inútil.
Epigrama de espuma que se espiga
ante un auditorio anestesiado,
incisivo clamor que la sordera
tenaz de los objetos amordaza,
flor mineral que se abre para adentro
hacia su propia luz,
espejo ególatra
que se absorbe a sí mismo contemplándose.
Hay algo en él, no obstante, acaso un alma,
el instinto augural de las arenas,
una llaga tal vez que debe al fuego,
en donde le atosiga su vacío.
Desde este erial aspira a ser colmado.
En el agua, en el vino, en el aceite,
articula el guión de su deseo;
se ablanda, se adelgaza;
ya su sobrio dibujo se le nubla,
ya embozado en el giro de un reflejo,
en un llanto de luces se liquida.

Mas la forma en sí misma no se cumple.
Desde su insigne trono faraónico,
magnánima,
deífica,
constelada de epítetos esdrújulos,
rige con hosca mano de diamante.
Está orgullosa de su orondo imperio.
¡En las augustas pituitarias de ónice
no juega, acaso, el encendido aroma
con que arde a sus pies la poesía?
¡Ilusión, nada más gentil narcótico
que puebla de fantasmas los sentidos!
Pues desde ahí donde el dolor emite
¡oh turbio sol de podre!
el esmerado brillo que lo embosca,
ay, desde ahí, presume la materia
que apenas cuaja su dibujo estricto
y ya es un jardín de huellas fósiles,
estruendoso fanal,
rojo timbre de alarma en los cruceros
que gobierna la ruta hacia otras formas.
La rosa edad que esmalta su epidermis
?senil recién nacida?
envejece por dentro a grandes siglos.
Trajo puesta la proa a lo amarillo.
El aire se coagula entre sus poros
como un sudor profuso
que se anticipa a destilar en ellos
una esencia de rosas subterráneas.
Los crudos garfios de su muerte suben,
como musgo, por grietas inasibles,
ay, la hostigan con tenues mordeduras
y abren hueco por fin a aquel minuto
?¡miradlo en la lenteja del reloj,
neto, puntual, exacto,
correrse un eslabón cada minuto!?
cuando al soplo infantil de un parpadeo,
la egregia masa de ademán ilustre
podrá caer de golpe hecha cenizas.

No obstante ?¿por qué no?? también en ella
tiene un rincón el sueño,
árido paraíso sin manzana
donde suele escaparse de su rostro,
por el rostro marchito del espectro
que engendra aletargada, su costilla.
El vaso de agua es el momento justo.
En su audaz evasión se transfigura,
tuerce la órbita de su destino
y se arrastra en secreto hacia lo informe.
La rapiña del tacto no se ceba
?aquí, en el sueño inhóspito?
sobre el templado nácar de su vientre,
ni la flauta Don Juan que la requiebra
musita su cachonda serenata.
El sueño es cruel,
ay, punza, roe, quema, sangra, duele.
Tanto ignora infusiones como ungüentos.
En los sordos martillos que la afligen
la forma da en el gozo de la llaga
y el oscuro deleite del colapso.
Temprana madre de esa muerte niña
que nutre en sus escombros paulatinos,
anhela que se hundan sus cimientos
bajo sus plantas, ay, entorpecidas
por una espesa lentitud de lodo;
oye nacer el trueno del derrumbe;
siente que su materia se derrama
en un prurito de ácidas hormigas;
que, ya sin peso, flota
y en un claro silencio se deslíe.
Por un aire de espejos inminentes
¡oh impalpables derrotas del delirio!
cruza entonces, a velas desgarradas,
la airosa teoría de una nube.

En la red de cristal que la estrangula,
el agua toma forma,
la bebe, sí, en el módulo del vaso,
para que éste también se transfigure
con el temblor del agua estrangulada
que sigue allí, sin voz, marcando el pulso
glacial de la corriente.
Pero el vaso
?a su vez?
cede a la informe condición del agua
a fin de que ?a su vez? la forma misma,
la forma en sí, que está en el duro vaso
sosteniendo el rencor de su dureza
y está en el agua de aguijada espuma
como presagio cierto de reposo,
se pueda sustraer al vaso de agua;
un instante, no más,
no más que el mínimo
perpetuo instante del quebranto,
cuando la forma en sí, la pura forma,
se abandona al designio de su muerte
y se deja arrastrar, nubes arriba,
por ese atormentado remolino
en que los seres todos se repliegan
hacia el sopor primero,
a construir el escenario de la nada.
Las estrellas entonces ennegrecen.
Han vuelto al dardo insomne
a la noche perfecta de su aljaba.

Porque en el lento instante del quebranto,
cuando los seres todos se repliegan
hacia el sopor primero
y en la pira arrogante de la forma
se abrasan, consumidos por su muerte
?¡ay, ojos, dedos, labios,
etéreas llamas del atroz incendio!?
el hombre ahoga con sus manos mismas,
en un negro sabor de tierra amarga,
los himnos claros y los roncos trenos
con que cantaba la belleza,
entre tambores de gangoso idioma
y esbeltos címbalos que dan al aire
sus golondrinas de latón agudo;
ay, los trenos e himnos que loaban
la rosa marinera
que consuma el periplo del jardín
con sus velas henchidas de fragancia;
y el malsano crepúsculo de herrumbre,
amapola del aire lacerado
que se pincha en las púas de un gorjeo;
y la febril estrella, lis de calosfrío,
punto sobre las íes
de las tinieblas;
y el rojo cáliz del pezón macizo,
sola flor de granado
en la cima angustiosa del deseo,
y la mandrágora del sueño amigo
que crece en los escombros cotidianos
?ay, todo el esplendor de la belleza
y el bello amor que la concierta toda
en un orbe de imanes arrobados.

Porque el tambor rotundo
y las ricas bengalas que los címbalos
tremolan en la altura de los cantos,
se anegan, ay, en un sabor de tierra amarga,
cuando el hombre descubre en sus silencios
que su hermoso lenguaje se le agosta,
se le quema ?confuso? en la garganta,
exhausto de sentido;
ay, su aéreo lenguaje de colores,
que así se jacta del matiz estricto
en el humo aterrado de sus sienas
o en el sol de sus tibios bermellones;
él, que discurre en la ansiedad del labio
como una lenta rosa enamorada;
él, que cincela sus celos de paloma
y modula sus látigos feroces;
que salta en sus caídas
con un ruidoso síncope de espumas;
que prolonga el insomnio de su brasa
en las mustias cenizas del oído;
que oscuramente repta
e hinca enfurecido la palabra
de hiel, la tuerta frase de ponzoña;
él que labra el amor del sacrificio
en columnas de ritmos espirales,
sí, todo él, lenguaje audaz del hombre,
se le ahoga ?confuso? en la garganta
y de su gracia original no queda
sino el horror de un pozo desecado
que sostiene su mueca de agonía.
Porque el hombre descubre en sus silencios
que su hermoso lenguaje se le agosta
en el minuto mismo del quebranto,
cuando los peces todos
que en cautelosas órbitas discurren
como estrellas de escamas, diminutas,
por la entumida noche submarina,
cuando los peces todos
y el ulises salmón de los regresos
y el delfín apolíneo, pez de dioses,
deshacen su camino hacia las algas;
cuando el tigre que huella
la castidad del musgo
con secretas pisadas de resorte
y el bóreas de los ciervos presurosos
y el cordero Luis XV, gemebundo,
y el león babilónico
que añora el alabastro de los frisos
?¡flores de sangre, eternas,
en el racimo inmemorial de las especies!?
cuando todos inician el regreso
a sus mudos letargos vegetales;
cuando la aguda alondra se deslíe
en el agua del alba,
mientras las aves todas
y el solitario búho que medita
con su antifaz de fósforo en la sombra,
la golondrina de escritura hebrea
y el pequeño gorrión, hambre en la nieve,
mientras todas las aves se disipan
en la noche enroscada del reptil;
cuando todo ?por fin? lo que anda o repta
y todo lo que vuela o nada, todo,
se encoge en un crujir de mariposas,
regresa a sus orígenes
y al origen fatal de sus orígenes,
hasta que su eco mismo se reinstala
en el primer silencio tenebroso.

Porque los bellos seres que transitan
por el sopor añoso de la tierra
?¡tragos de sangre, libres,
en la pantalla de su sueño impuro!?
todos se dan a un frenesí de muerte,
ay, cuando el sauce
acumula su llanto
para urdir la substancia de un delirio
en que ?¡tú! ¡yo! ¡nosotros!? de repente,
a fuerza de atar nombres destemplados,
ay, no le queda sino el tronco prieto,
desnudo de oración ante su estrella;
cuando con él, desnudos, se sonrojan
el álamo temblón de encanecida barba
y el eucalipto rumoroso,
témpano de follaje
y tornillo sin fin de la estatura
que se pierde en las nubes, persiguiéndose;
y también el cerezo y el durazno
en su loca efusión de adolescentes
y la angustia espantosa de la ceiba
y todo cuanto nace de raíces,
desde el heroico roble hasta la impúbera
menta de boca helada;
cuando las plantas de sumisas plantas
retiran el ramaje presuntuoso,
se esconden en sus ásperas raíces
y en la acerba raíz de sus raíces
y presas de un absurdo crecimiento
se desarrollan hacia la semilla,
hasta quedar inmóviles
¡oh cementerios de talladas rosas!
en los duros jardines de la piedra.

Porque desde el anciano roble heroico
hasta la impúbera
menta de boca helada,
ay, todo cuanto nace de raíces
establece sus tallos paralíticos
en los duros jardines de la piedra,
cuando el rubí de angélicos melindres
y el diamante iracundo
que fulmina a la luz con un reflejo,
más el ario zafir de ojos azules
y la geórgica esmeralda que se anega
en el abrilde su robusta clorofila,
una a una, las piedras delirantes,
con sus lindas hermanas cenicientas,
turquesa, lapislázuli, alabastro,
pero también el oro prisionero
y la plata de lengua fidedigna,
ingenuo ruiseñor de los metales
que se ahoga en el agua de su canto;
cuando las piedras finas
y los metales exquisitos, todos,
regresan a sus nidos subterráneos
por las rutas candentes de la llama,
ay, ciegos de su lustre,
ay, ciegos de su ojo,
que el ojo mismo,
como un siniestro pájaro de humo,
en su aterida combustión se arranca.

Porque raro metal o piedra rara,
así como la roca escueta, lisa,
que figura castillos
con sólo naipes de aridez y escarcha,
y así la arena de arrugados pechos
y el humus maternal de entraña tibia,
ay, todo se consume
con un mohíno crepitar de gozo,
cuando la forma en sí, la forma pura,
se entrega a la delicia de su muerte
y en su sed de agotarla a grandes luces
apura en una llama
el aceite ritual de los sentidos,
que sin labios, sin dedos, sin retinas,
sí paso a paso, muerte a muerte, locos,
se acogen a sus túmidas matrices,
mientras unos a otros se devoran
al animal, la planta
a la planta, la piedra
a la piedra, el fuego
al fuego, el mar
al mar, la nube
a la nube, el sol
hasta que todo este fecundo río
de enamorado semen que conjuga,
inaccesible al tedio,
el suntuoso caudal de su apetito,
no desemboca en sus entrañas mismas,
en el acre silencio de sus fuentes,
entre un fulgor de soles emboscados,
en donde nada es ni nada está,
donde el sueño no duele,
donde nada ni nadie, nunca, está muriendo
y solo ya, sobre las grandes aguas,
flota el Espíritu de Dios que gime
con un llanto más llanto aún que el llanto,
como si herido ?¡ay, Él también!? por un cabello
por el ojo en almendra de esa muerte
que emana de su boca,
hubiese al fin ahogado su palabra sangrienta.
¡ALELUYA, ALELUYA!

¡Tan-tan! ¿Quién es? Es el Diablo,
es una espesa fatiga,
un ansia de trasponer
estas lindes enemigas,
este morir incesante,
tenaz, esta muerte viva,
¡oh Dios! que te está matando
en tus hechuras estrictas,
en las rosas y en las piedras,
en las estrellas ariscas
y en la carne que se gasta
como una hoguera encendida,
por el canto, por el sueño,
por el color de la vista.

¡Tan-tan! ¿Quién es? Es el Diablo,
ay, una ciega alegría,
un hambre de consumir
el aire que se respira,
la boca, el ojo, la mano;
estas pungentes cosquillas
de disfrutarnos enteros
en sólo un golpe de risa,
ay, esta muerte insultante,
procaz, que nos asesina
a distancia, desde el gusto
que tomamos en morirla,
por una taza de té,
por una apenas caricia.

¡Tan-tan! ¿Quién es? Es el Diablo,
es una muerte de hormigas
incansables, que pululan
¡oh Dios! sobre tus astillas,
que acaso te han muerto allá,
siglos de edades arriba,
sin advertirlo nosotros,
migajas, borra, cenizas
de ti, que sigues presente
como una estrella mentida
por su sola luz, por una
luz sin estrella, vacía,
que llega al mundo escondiendo
su catástrofe infinita.

[BAILE]

Desde mis ojos insomnes
mi muerte me está acechando,
me acecha, sí, me enamora
con su ojo lánguido.
¡Anda putilla del rubor helado,
anda, vámonos al diablo!



Poema Mosquitos de José Emilio Pacheco



Nacen en las pantanos del insomnio.
Son negrura viscosa que aletea.
Vampiritos inermes,
sublibélulas,
caballitos de pica
del demonio.



Poema Memoria de José Emilio Pacheco



No tomes muy en serio
lo que te dice la memoria.

A lo mejor no hubo esa tarde.
Quizá todo fue autoengaño.
La gran pasión
sólo existió en tu deseo.

Quién te dice que no te está contando ficciones
para alargar la prórroga del fin
y sugerir que todo esto
tuvo al menos algún sentido.



Poema Mar Eterno de José Emilio Pacheco



Digamos que no tiene comienzo el mar
Empieza donde lo hallas por vez primera
y te sale al encuentro por todas partes



Poema Miserere de José Domingo Gómez Rojas



La juventud, amor, lo que se quiere,
ha de irse con nosotros. ¡Miserere!

La belleza del mundo y lo que fuere
morirá en el futuro. ¡Miserere!

La tierra misma lentamente muere
con los astros lejanos. ¡Miserere!

Y hasta quizás la muerte que nos hiere
también tendra su muerte. ¡Miserere!



Poema Mi Copa De Vino de José Carlos Cataño



I

QUIÉN te bebe, vino oscuro,
Quién, en tu borde,
Sus labios duerme?

Riegas la aridez de la noche,
Mas tu hacer se estremece
Al son de la borrasca.

De tu silencio fluye
Anudada la sangre
A tu humedad.

II

Viertes el brillo de lo que fue
Sobre la copa que tamiza
La luz en alto.

Viertes la danza del forastero
Intermitente en el refugio
De la noche que mengua.

Viertes el sabor de quien resurge
Sobre la vida que decrece
Bajo el peso de la fatiga.

III

Alguien,
Si alguna vez, tan intensamente
Fue, como el recuerdo gime,
Arde tan lejos que ya lo creo
Verdadero en la distancia.

Quise arder sobrevivo de su cuerpo
Que no fue. Mas mi empeño, de dañarlo,
¿No sería una extraña forma
De amor? ¿No sería acaso el deseo,
Arder distantes
En la memoria?

Deslízate en mis labios que no siento,
Pues me colma
Tu inexistencia.

IV

Como el nombre en el verbo, sucumbid,
Chorros, en busca
De lo ya escrito;
Sucumbid, como el vino
Ahonda con su peso
La copa
De oscuridades.

Que tal es mi deseo,
Silencio ebrio de sí.

(de Disparos en el paraíso, 1982)



Poema Movimientos Para Fijar El Escenario (i, Iii, V, Vii) de José Carlos Becerra



I

Para que el Paraíso Perdido pueda salir del sombrero,
y la Historia se desprenda como una máscara de los rostros de los muertos,
es necesario tomar este escenario por asalto.

Consideremos, por principio, la trama que nos rodea.
Más allá de la lluvia, los árboles del parque se buscan el verano en los bolsillos,
y el viento es el plumaje de un pájaro que cada vez que existe se marea,
aún a pesar de las ramas de todos esos árboles, que parecen ponerle un ?hasta aquí? al vacío,
más allá o más acá de esta lluvia que sirve de telón al escenario,
donde el mago se quitará el sombrero de copa para inventar que tiene un sombrero de copa,
para inventar que es el mago que toma por asalto el escenario,
donde los rostros de los muertos resbalan como una máscara de cera, que arrastra tras de sí
el curso derretido de la Historia.

Pero aún entonces el Paraíso Perdido bien puede quedarse dentro del sombrero, entre una paloma y un reloj.
La paloma debe salir a investigar si la lluvia ha cesado,
el reloj debe quedarse para marcar el tiempo que la paloma empleará en no regresar nunca.
Y el Paraíso Perdido entre la paloma y el reloj, se transfigura en el pañuelo de colores con el mago,
una vez terminado su número, se sonará las narices.

Delante de los árboles del parque el telón de la lluvia baja lentamente.
Entre el pasto las bestias cabecean embriagadas por la humedad desconocida que, junto con la ausencia de la paloma,
vuelven al interior del sombrero de copa del mago.

La Historia sopla el cuerno de caza,
y el mago nos saluda desde el escenario.

III

Lo que endurece al árbol es el aire quedado en las ramas,
los restos del movimiento de las alas del pájaro y el calor que consienten las nubes al mediodía,
la mano del verano metida entre las hojas como el cuerpo
de un animal que habita sedosamente en la copa del árbol.

No importa si la lluvia propone,
ablandar ese orden que la madurez de los frutos no intercepta, ya que caen al suelo a su rodado tiempo.
El árbol está inmóvil y sin embargo se mueve,
gira y es en su sombra donde encuentra su lecho, su estuche que la luz abre y cierra,
y el aire que se endurece entre sus ramas
bien puede despertar al contacto sedoso del animal parecido a la mano del verano.

Porque se hace sólido, se vuelve rama ese aire, combinación de altura con curva de tierra,
el fruto que es instado a madurar,
debe mostrar el tiempo con su peso en el viento que está inmóvil
dentro de la fragancia,
donde la muerte es breve rechazo ya absorbido.

V

Lo que no desordena, no bebe en sus riesgos.
Abierto está el silencio como una mano entre las hojas de los árboles
como una realidad perdida por el viento.
Quiebre o resurrección para esa rama donde el otoño ha hincado los dientes,
la luz inmóvil para ese Paraíso Perdido a destiempo donde la imaginación
o su imitador, el recuerdo,
se llena de burbujas como los pulmones de un ahogado que desciende.

Todo ha ganado allí sin embargo su obstinación de hueso,
su forma de mano que aun al negarse puede asir, dar molde de posesión a lo que toca.

Quien ya no ama está cuidando su ganado en silencio,
se está sirviendo en silencio su comida en el plato,
y en su recuerdo, al árbol ya no le crecen ramas,
y el aire hace que la transparencia salga a flote sin que la estatua pierda el equilibrio.

Hordas de transparencia pastan alrededor de ese silencio.
Así todo reposa sin que nadie atice la hoguera,
sin que nadie deje que en su interior el árbol tome la forma que el deseo hizo suya al convertirse en puente entre luz y ventana.

Así todo fondeado,
sin que nadie solicite furia mayor por lo que no ha de venir, por lo que no pide ocultamiento.

VII

No es esa luz que sube lo que abajo extrema la sombra,
no es esa luz como un escarceo inmóvil, como una filtración que escurre hacia arriba,
no vaticina, no adelanta, no tiene un pie aquí y otro
en el tiempo que le falta.

A través de esa luz que muy bien puede no estar encendida, la sombra da de sí hasta colmarlo todo,
a través de esa luz desconocida hay un rayo de sombra que sin tocar rechaza.

Romper la cerradura de ese tiempo donde luz y sombra no representan ni se excluyen,
es abrir una puerta que no es repetición ni espacio faltante.

Es sólo una mirada ante su espejo
un rostro que aparece porque puede empañar, borrar con vida todo aquello que no tiene raíz dentro del espejo.
Es sólo el sombrero de copa de un mago, que nos saluda desde el escenario.
Entonces esa sombra tiene su propia luz y como sombra tiene que iluminar,
entonces alguien enumera todo lo reunido, esperando soñarlo algún día.

Enero-diciembre. 1967



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