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Poema En La Ducha de Jordi Doce



Ya el agua se despliega por tu cuerpo
con sus redes de espuma y su tenue perfume,
que es el perfume de tu piel desnuda,
de tu piel que revive con el agua
más acá de este día. Desde el vano,
a la confusa luz del despertar
(porque al sueño le cuesta irse a dormir),
te veo enjabonarte muy despacio,
con morosidad casi,
serena en el detalle y la inspección.
Has detenido el tiempo al ignorarlo,
y sólo yo lo advierto,
parado en el umbral que te destaca.

Contemplo el agua algodonosa
fluir sin pausa por tus muslos:
dos regueros que llegan al esmalte
y forman un arroyo improvisado.
Van también, con el agua, algún cabello,
las íntimas heridas de la piel
y sus fríos rescoldos.
Se van, como el agua, a ningún sitio,
sin duda reprochando mi insolencia,
mi pie junto a la puerta y este silencio fijo,
que te acoge.

Amanece,
y es tu cuerpo también el que amanece
bajo el agua lustral de la complicidad.
No sabías que estoy, y ahora lo sabes,
y te gusta saberlo.
En mis ojos sorprendes un refugio,
la imagen de un deseo que te afirma
(porque el sí que no enlaza no es un sí),
y nada falta en ella,
como en la vida.



Poema En Grandpoint de Jordi Doce



Alto día, en el flujo
despacioso del aire,
en el claro erigido
por el baile de aceros

de la luz, en la rama
cuya huraña negrura
fija la piel del agua,
fija la red del tiempo.

El puente nos afinca
entre riberas yermas.
Salto petrificado,
revuelan en sus arcos

vencejos impacientes,
el negro de los grajos:
hilanderos sin hilo
en el telar del mundo.

Bajo el pretil las aguas
discurren obedientes.
Orillan los sentidos,
la tierra del decir,

cuando decir no importa,
al pairo en el instante,
desnudos de los nombres
que yerran lo nombrado.

Crece el día. Y arriba,
fábula indescifrable,
extrema su dominio
la claridad que somos.



Poema En El Cerro de Jordi Doce



Se enturbia la mirada, y el aire de la tarde
humea como brasa contra un fondo
de velas sopladas y espuma rota.
El mar es la respiración, la espera.

Tomadas por el grueso sol de agosto,
las rocas se deslizan hasta el agua.
Un charco se consume entre destellos.
La sal brilla en los flancos chorreantes.

Verano, en tu temblor enceguecido
aprendo la constancia del azul.
Bajo el vuelo tenaz de las gaviotas,
soy uno con el tiempo del agua remansada.



Poema El Paseo de Jordi Doce



Arrecia en mí la vida con las primeras sombras.
Al término del día, concluida la tarea,
cuando la luz se inflama, anaranjada,
en muros y parterres,
cuando el limpio negror de la pizarra
finge la transparencia de un espejo
que baña por igual a cuervos y gaviotas,
algo insiste en mi ánimo,
algo que azuza y dicta en mi silencio
con urgencia inequívoca.
Semejante al deseo, aunque desnuda
de su terca ceguera,
esa voz me conmina al desconcierto.
Con la chaqueta puesta,
abstraído testigo de mis pasos,
desciendo la escalera.
La frescura del aire de septiembre
da en mi rostro y aviva
la quietud suburbana
que he aprendido, al fin, a llamar hogar:
setos que encierran mínimos jardines,
visillos cuya tenuidad suaviza
esta fuga infinita de fachadas.
Su nada no es hostil:
más bien, permite ampliar el laberinto
con que la soledad, atenta, nos regala.
La calle es una ayuda,
la escena pertinaz de mi impaciencia.
Sus porches y ventanas
donde nadie se asoma,
donde la luz husmea, tangencial,
ciñendo el revolar de los gorriones,
sirven de guía al círculo vicioso
del pensamiento. Sigo su trayecto:
el destino soy yo, la imposibilidad
de hurtarme a la conciencia que me piensa.
Camino, me contemplo caminar
por esta red de calles en penumbra,
y vuelvo a ser el fruto
de una disociación: el gozo de vivir,
la seca lucidez que me consume.
Arriba, sobre el negro fulgente de las tejas,
el cielo es un añil ultramarino.
Lo descubren mis ojos por azar,
llamados por el grito de los patos.
Inquietos, se diría que escapan de la noche.
O que corren con prisa su telón.
Su rectitud me asombra,
el fiel automatismo del instinto
apuntalando las generaciones:
son, están en su mundo,
nada puede apartarlos del centro en que respiran.
Por contraste, su sinrazón nos niega,
desmiente cuanto somos y aprendemos a ser.
La flor, el animal, son símbolos, no metas:
si crecen sin error, no es por libre albedrío.
Vira la luz a púrpura, de pronto.
Abstraído testigo de mis rondas,
me sorprendo en la orilla del pantano,
junto al puente de hierro y los juncales.
En la plata rugosa de sus aguas
mi rostro no es mi rostro
sino el de alguien, mudo,
que al mirarse me piensa.
Estoy entre dos centros, soy el tránsito
entre el gesto que es y el gesto que percibo.
En ese hueco están mis muchos tiempos,
las posibilidades de una vida,
incluso si vivir es la amargura
que anticipa su término.
Llegado a la raíz del laberinto
?yo mismo?,
no dudo al elegir la voz de los sentidos,
el temblor insidioso que recorre mi sangre.
En la otra orilla, un bastidor de chopos
hurta la luz final del día, y en las aguas
el viento eriza espumas fantasmales,
volutas del otoño que no llega.
Las sombras se apelmazan.
Arrecia en mí la vida y me confirma.



Poema Después De La Tormenta de Jordi Doce



Cuelgan las nubes sobre el día
como una sucia piel curtida
o la panza de un animal
dispuesto para turbios sacrificios
ante los filos de la luz y el frío.
Aún tiemblan los vidrios
con el impacto del pedrisco
y en la aspereza del asfalto
palpita y se deshace
la mínima blancura de los hielos,
como siembra a destiempo
que ni el cuervo siquiera
codiciará.
Pasajera furia
que sobrecoge, súbita, deslizas
en el oído un fondo percusor
sobre el que vuelve a florecer la vida,
feraz como el vapor de los jardines,
mientras arriba
las inquietas puntadas de la luz
abren en la grisalla
la imagen espectral
de un asombro para dubitativos.



Poema Después De La Lluvia de Jordi Doce



Variedad de la vida,
en los nudos del aire, en el bullicio
febril de los insectos
que un vencejo devora
bajo el pálido azul de la mañana,
en los setos y frondas
que humedecen, abajo,
el taller de cerámica, el camino de grava
donde pastan los líquenes, los rescoldos del agua,
donde también la edad, como la lluvia,
ha posado su aliento, nublando la materia,
hurtando a la materia
su más secreto pulso,
livianamente,
al hilo de las formas
que la rueda del aire sostiene en limpias órbitas.



Poema Despojos de Jordi Doce



La luz de media tarde entre la hiedra,
la lumbre inextinguible de algún sueño,
el niño que se ahoga de risa en su columpio,

el temblor repentino de tus muslos,
el calor que insinúan tus mejillas
al despertarte embriagada de sueño,

respirar el vaho gris de la escarcha,
jugar al abandono en estas calles
donde la claridad nos perfila extranjeros,

el cielo como un largo balbuceo de azul,
las tormentas de julio, tan veloces,
el aroma dulzón del descampado?

Cuánto nos pertenece, sin que importe escribirlo.



Poema Desierto De Los Monegros de Jordi Doce



El coche en sombra bajo el tendejón
y flecos de maleza parda junto a las ruedas.

El sol de mediodía percute en el asfalto
y siembra el arenal de transparencias.
Dos muros desdentados,
una señal de tráfico,
restos de chapa y neumáticos rotos
son cuanto evoca
el tiempo de los hombres, su transcurso.

La botella de agua y tus gafas veladas.
Estar de paso es de repente
este paisaje alucinado,
esta incredulidad de diez minutos
que es otro modo de distancia
y convierte la vida en memoria precoz.

Dejas caer el agua por tu frente
y el pelo se te encrespa, más oscuro.
Has vuelto a abrir los ojos
y una sonrisa rompe el maleficio,
este breve paréntesis de insidia
que tiembla con el aire, como humo.
La mueca de tu alivio es una calma
y sé reconocer su contundencia.

Veloz hacia un destino
que nos llama sin conocernos,
el coche arranca y deja surcos en el arcén.
Queda sólo esta luz,
la aguja fiel de agosto
que horada cuanto toca,
más allá de nosotros.



Poema Cerro De Santa Catalina de Jordi Doce



¿Cómo ignorar, al fin,
los avisos del día,
el genio especular del día
al trazar nuestro fiel retrato
de nada o nadie,
si el frío de esta mar al juntar noche
tiene lugar para nosotros, viene
como mano de sombra al corazón,
atraviesa la destrucción que fuimos,
que nunca hemos dejado de ser?



Poema Canción De Tormenta de Jordi Doce



Escucha el ulular del viento contra el muro;
la hiedra, las acacias baten la piedra sin descanso
y dividen el tiempo como tiernas cuchillas.
Yo te he visto en los intervalos: la luz
a rachas alumbraba tu rostro en la tormenta.
Eras tú y no eras: pues en la oscuridad
yo te llamaba y tú me respondías,
y también era tuya esa negrura,
tuya como el eco absurdo del viento.



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