Poema Cárcel de Juan Ramon Jimenez
La media puesta de sol
tiñe con su grana de oro
mi otro medio corazón.
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La media puesta de sol
tiñe con su grana de oro
mi otro medio corazón.
No sé con qué decirlo,
porque aún no está hecha
mi callada palabra.
Cada hora mía me parece
el agujero que una estrella
atraída a mi nada, con mi afán,
quema en mi alma.
Y ¡ay, cendal de mi vida,
agujereado como un paño pobre,
con una estrella viva viéndose
por cada májico agujero oscuro!
Sin saber para quien,
Envío esta carta en el buzón del viento.
Oscuros hombres han merodeado a mi puerta
Con gabanes abulados por la escuadra de una lugger,
Y en la noche, mientras leía a mis viejos poetas enlunados,
Una legión de sombras ha roto mi ventana.
No son duendes.
No son fantasmas los habitantes de este ebrio ricón del mundo,
Y sin embargo,
Nos hemos visto dando nombres propios a un vacío:
Hay un poblado de hombres desaparecidos
Y es frecuente escuchar en las calles y en los bares
A las gentes que hablan de abandonar un país como un barco
que naufraga.
Sin saber para quién,
Escribo esta carta puesta en el buzón del viento,
Desde una nación donde alguien proscribe el sueño,
Donde gotea el tiempo como lluvia envilecida
Y la risa es condenada por traición a los espejos.
No sé a quién pedirle que abra su ventana
Para que entre esta carta puesta en el buzón del viento.
Ah, ese látigo, ese látigo que gime entre los muslos,
que despliega en la sombra su tenaz poderío,
ese látigo que viene de la muerte hacia la muerte,
aventando cenizas a los aires más puros,
señalando fronteras en cinturas y pechos,
recorriendo la piel con ciego escalofrío.
Ese látigo, su furor incansable,
pongo hoy en tus manos y celebro sus llagas.
Fuente de esperma, cabellera al viento,
navegar de tu vientre en un mar imposible,
coronas de cansancio y manos que resbalan
y resbalan y caen y caen trepando el muro,
la imponente pared que, al fin,
mármol o sangre, resquebrajada se desploma.
Ah, ese látigo, camino de elefantes,
muñeca de trapo herida de alfileres,
cruz donde la piel termina y su bosque de pelo.
Olas blancas de sábana sobre tus ojos locos,
dientes sin más oficio que morder en su dicha,
placer de ser un dedo, un cuchillo, la sombra.
«Hemos venido caminando, hemos buscado eternamente,
y hoy, por fin, llegamos a nosotros,
ponemos nuestra planta en tierra verdadera.»
La ceremonia, el rito con incienso de voces,
húmedos labios, palabras como espejos,
ha de tener su principio solemne:
dilatada pupila, ejercicio de furia y de sonámbulo,
estatuas que el cincel deseara.
Más tarde se extenderá el silencio,
un silencio de océano vacío,
una calma impasible de nieve
donde la sangre cantará su derrota.
Al terminar se oirán dos voces,
súbitamente naciendo de la nada
y un tropel de caballos en celo
moverá las cortinas y pisará los sueños.
La luz del día, 26 de agosto, pondrá su velo azul
sobre caricia y hueso, pezón alzado y extinta lengua.
Jornal de ausencia pagará estas horas,
olor de sucia oveja y plantas que se pudren.
«Sí hemos andado, hemos andado hasta llegar aquí
y ahora sabemos que no era ésta nuestra tierra.»
Rasgando el aire, nubes, sol, luna, estrellas,
un látigo de fuego pregona su condena.
Olor acre de axilas depiladas, de pefume pasado de rosas, de estiércol pisoteado de caballos.
Sé, me lo han contado, que las murallas de la ciudad ya no pueden resistir al infiel. Todas las defensas han fracasado.
El pobre emperador, nuestro bien amado Constantino XI, intenta inútilmente salvar la ciudad de su nombre, pactar con el enemigo, firmar desesperados tratados de paz. Pero todo, lo sé, es completamente inútil.
Escucho griterío de mujeres, carreras enloquecidas, golpes de puertas, aullidos de la soldadesca, mandobles y agonías, eructos de borrachos.
Aún podría escapar, ocultarme en el húmedo sótano disimulado, como aquella otra vez. Pero ahora todo está perdido. Sé bien que esto es el fin.
Salgo a la calle, maldiciones, estruendo, sollozos, humo pestilente.
En la hoja, con gotas de sangre, de un alfanje afilado, miro, tercamente, por última vez, el rostro de este pobre pecador abandonado.
Cuando mueren
por un instante
las palabras
que tanta muerte dan siempre a la vida
cuando descubrimos el actor que somos
y lo exponemos
despojado de sus trajes crepusculares
cuando nos despierta el sueño de soñar
o arrancados del sueño
despertamos atónitos
como extraño celeste caído
cuando se quiebran los espejos
al soplo de una necesidad desconocida
cuando vaciadas quedan las odres
y sea aquieta la fiera de la sed
cuando se acepta el desierto por jardín
brota del resplandeciente vacío
una repentina cresta
y el levante impera en ella
filo puro neto
neutro
que se abate
y nos degüella.
Buda se equivocó.
La causa del dolor no es el deseo
sino la carencia que motiva el deseo.
JUAN EDUARDO CIRLOT
¡Sí! es necesidad, por eso tan real,
surtiendo adentro,
recreando lo creado,
persistencia indefinible juntando
expectación y carencia,
algo abstracto, fuera de consumo,
inconsumible, llamada confundida
con la costumbre de respirar.
Tan sólo cuando un hecho en bruto
altera la perfecta maquinaria del soplo
se oye, de pronto, la respuesta.
La luna entre los árboles
ennobleció el silencio de la noche armoniosa
y tomaron las fuentes vaguedad de pupilas,
y hubo meditaciones albm en las magnolias.
El misterio nocturno se aromó de azucenas,
conmovidas palabras vinieron de la sombra
Los amores antiguos, -seda triste, oro turbio,-
vivían en la voz helada de las hojas.
Alma, no me digas nada,
que para tu voz dormida
ya está mi puerta cerrada.
Una lámpara encendida
espero toda la vida tu llegada.
Hoy…
la hallarás extinguida.
Los fríos de la otoñada
penetraron por la herida
de la ventana entornada.
Mi lámpara estremecida
dio una inmensa llamarada.
Hoy…
la hallarás extinguida.
Alma…no me digas nada
que para tu voz dormida
ya está mi puerta cerrada.