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Poema Si Te Revuelca La Ola.. de Fabio Morábito



a Sandra Suter
que se quedó nadando

Si te revuelca la ola
procura que sea joven,
esbelta, ardiente,

te dejará molido el cuerpo
y el corazón más grande;

cuídate de las olas
retóricas y viejas,
de las olas con prisa,

y la peor de todas,
de la ola asesina,

la ola que regresa.



Poema Pelambre de Fabio Morábito



Qué hermoso debe ser
tener una pelambre,
ser homogéneos contra el frío,
sentir
como una cualidad intrínseca,
y no como tarea, la vida.
Sentir por la abundancia
de los pelos
que se está vivo para algo.
Qué hermosa una pelambre
espesa,
un corazón inalcanzable,
un corazón que está juntando
muerte,
un corazón que está alcanzándose,
una verdad que se abre paso.
Qué hermosa debe ser la muerte
de los osos,
Puntual c inevitable

en las cadenas de montañas
que cruzan a lo largo de su vida.
Hay siempre una montaña
que es la última,
una pendiente que no espera solución,
algo pendiente que se va con uno.



Poema Oigo Los Coches de Fabio Morábito



En la mañana oigo los coches
que no pueden
arrancar.
A lo mejor, entre los árboles,
hay pájaros así,
que tardan en lanzarse
al diario vuelo,
y algunos nunca lo consiguen.
Me alegro cuando un auto,
enfriado por la noche,
recuerda al fin la combustión
y prende sus circuitos.
Qué hermoso es el ruido
del motor,
la realidad vuelta a su cauce.
¿Cómo le harán los pájaros
para saber en qué momento,
si se echan a volar,
no corren ya peligro?
¿Qué nervio de su vuelo
les avisa
que son de nuevo libres
entre las frondas de los árboles?



Poema Mudanza de Fabio Morábito



A fuerza de mudarme
he aprendido a no pegar
los muebles a los muros,
a no clavar muy hondo,
a atornillar sólo lo justo.
He aprendido a respetar las huellas
de los viejos inquilinos:
un clavo, una moldura,
una pequeña ménsula,
que dejó en su lugar
aunque me estorben.
Algunas manchas las heredo
sin limpiarlas,
entro en la nueva casa
tratando de entender,
es más,
viendo por dónde habré de irme.
Dejo que la mudanza
se disuelva como una fiebre,
como una costra que se cae,
no quiero hacer ruido.
Porque los viejos inquilinos
nunca mueren.
Cuando nos vamos,
cuando dejamos otra vez
los muros como los tuvimos,
siempre queda algún clavo de ellos
en un rincón
o un estropicio
que no supimos resolver.



Poema Mi Madre Ya No Ha Ido Al Mar de Fabio Morábito



Mi madre ya no ha ido
al mar
lleva una buena cantidad de años
tierra adentro,
un siglo de interioridad
cumpliéndose.
Se ha resecado de sus hijos
y vive lejos
en toros consanguíneos.
Es como una escultura de sí misma
y sólo el mar
que quita el fárrago
acumulado en la ciudad
puede acercarla a su pasado,
hacia su muerte verdadera,
y hacer que crezca nuevamente.
Mi madre necesita algún
estruendo entre los pies,
Una monótona insistencia en los oídos,
una palabra adversa
y simple que la canse,
y necesita que la llamen,
oír su nombre en otros labios,
pedir perdón
y hacer promesas,
ya no se tropieza
en nada sustantivo.
Y yo tengo que armarme de valor
para llevarla al mar
armarme de mis años
que he olvidado,
reunirme con mi madre en otro tiempo,
con un yo mismo que enterré
y que ella guarda
sin decirme nada.
Tengo que armarme de valor
para perder confianza
en lo que sé,
tengo que regresar al día
en que mi risa quedó trunca
entre las páginas de un libro,
cerrar el libro y completar la risa,
cerrar todos los libros y reírme,
cerrar todos los ojos que he ido abriendo
para que nadie me agrediera.
Estuvo bien ya de crecer,
es hora de desdibujarme,
lo que aprendí enhorabuena,
lo que olvidé también,
es hora de ser hijo de alguien
y de tener un hijo
y un esqueleto para ir al mar,
para morir
con cada hueso sin pedir ayuda.
Salí hace años a rodearla a ella
para volver al mar más solo
o acaso fui a rodear el mar
para ser hijo de otro modo de mi madre,
ya no me acuerdo qué buscaba,
nadie recuerda lo que busca,
mi madre ya no ha ido
al mar,
es todo lo que sé,
y no llevarla es no reconciliarme
con el mar, no ver el mar
como se ve después de niño,
también no ver cómo es mi madre
ahora, no saber nada de mí mismo.



Poema Los Columpios de Fabio Morábito



Los columpios no son noticia,
son simples como un hueso
o como un horizonte,
funcionan con un cuerpo
y su manutención estriba
en una mano de pintura
cada tanto,
cada generación los pinta
de un color distinto
(para realzar su infancia)
pero los deja como son,
no se investigan nuevas formas
de columpios,
no hay competencias de columpios,
no se dan clases de columpio,
nadie se roba los columpios,
la radio no transmite rechinidos
de columpios,
cada generación los pinta
de un color distinto
para acordarse de ellos,
ellos que inician a los niños
en los paréntesis,
en la melancolía,
en la inutilidad de los esfuerzos
para ser distintos,
donde los niños queman
sus reservas de imposible,
sus últimas metamorfosis,
hasta que un día, sin una gota
de humedad, se bajan
del columpio
hacia sí mismos,
hacia su nombre propio
y verdadero, hacia
su muerte todavía lejana.



Poema La Mesa de Fabio Morábito



A veces la madera
de mi mesa
tiene un crujido oscuro,
un desgarrón
difuso de tormenta.

Una periódica migraña
la tortura.

Sus fibras ceden,
se descruzan,
buscan un acomodo
más humano.

Es la madera
que recuerda
viejos brazos.

Y que recuerda
que reverdecían.



Poema La Esponja de Fabio Morábito



Si en un plano colocamos un cierto número de pasillos y galerías que se crujan y se comunican, obtenemos un laberinto. Si a este laberinto le conectamos por todas partes, arriba, abajo y a los lados, otros laberintos, es decir otros planos de pasillos y galerías, obtenemos una esponja. La esponja es la apoteosis del laberinto; lo que en el laberinto es todavía lineal y estilizado en la esponja se ha vuelta irrefrenable y caótico. En la esponja la materia galopa hacia afuera, repelente a cualquier centro. Es dispersión pura. Imaginemos una manada de animales que huyen del ataque de un felino y, dentro de esa manada, a un grupo de individuos situados bastante lejos de la fiera pero no por ellos menos aterrorizados. Ese trozo de manada marginal pero no periférico, cargado de (error pero relativamente a salvo, es una esponja, mezcla de delirio e invulnerabilidad.

Es esa mezcla lo que nos hace sentir que la esponja es la herramienta menos dueña de sí misma, la más exterior, la que no guarda nada y la más nirvánica. Sus miles de cavidades y galerías son como la disgregación que en cualquier estallido precede la pulverización final; su asombrosa falta de peso es ya un principio de caída y ausencia. Frente a eso, la ligereza de una pluma de ave tiene escaso mérito; está demasiado conectada con su pequeñez; es una ligereza que se constata pero que no sorprende. La de la esponja, en cambio, es una ligereza heroica.

Esa ligereza es prueba de su total disponibilidad y entrega. Incluso, de tan extrema, esa entrega parece tomar la forma de una rapacidad insaciable. La esponja chupa y absorbe, pero no tiene ningún receptáculo fuera de ella misma en donde guardar lo absorbido. No tiene aparato digestivo. No procesa nada, no retiene nada, no se adueña de nada. Tan sólo es capaz de prestarse hasta el último retículo. ¿Para qué? Ni ella lo sabe. Por eso no habla, confabula. El agua la invade como una consigna que nadie entiende pero que todas sus galerías repiten con apuro propagándola como un incendio. Ninguna boca queda muda. La esponja es aerifica. De ahí lo fácil que es penetrarla por arriba y por abajo, hurgar hasta en sus últimos escondrijos y aligerarla de todos sus secretos. Basta volverse agua. ¿Y quién no se vuelve agua frente a una esponja? Miremos al hombre que tiene una esponja en la mano, cómo la manosea y la observa; está mimando, sin quererlo, los movimientos del agua. Y el agua no se halla nunca tan dueña de su expresión, de su voz, como dentro de una esponja. Su principal ocupación, que es caer, encuentra en la esponja, en ese escenario concentrado y tangible, una experiencia cabal de todos sus quehaceres y aptitudes, como en un laboratorio. Lo que hace la esponja con sus mil ramificaciones es frenar la caída del agua para que el agua se nombre a sí misma sin dificultad, limpia y humanamente. En la esponja el agua recobra fugazmente manos y pies, tronco, dedos y cartílagos, o sea un germen de autoconciencia, y vuelve a sí misma después de cumplir con una tarea concreta: escudriñar a fondo, sin errores ni olvidos, un cuerpo que permanecía seco. Plenitud no sólo del agua sino del amor.

Pocas cosas, pues, tan de cabo a rabo como la esponja. Es el anonimato en su forma más pura. No tiene carácter, es decir hábitos, manías, reincidencias, callosidades, endurecimientos. Su dibujo capilar es ecuánime, no hay ahí obstrucciones como tampoco vías rápidas, atajos o brechas; cada membrana y cartílago participan con la misma intensidad en la actividad en común. Es como si la materia, por una vez, hubiera renunciado a cualquier acumulación de fuerza en algún punto, a la menor superposición de residuos; como si se hubiera empeñado en fraccionar el menor asomo de ganglio, de veta o de nervio; como si a través de tortuosos cálculos, rodeos, idas, vueltas y repasos incesantes hubiera acabado con toda adiposidad e inercia y terquedad; con toda estupidez. Resultado: una materia ágil y despierta, recorrible y pronunciable. Y algo más: una materia sin poder, ignorante en el sentido más puro, no ajena a la emoción.

La mitad de la mitad de la mitad; he aquí la pequeña ley que rige a la esponja. Una ley que la esponja lleva a cabo con una obstinación y un rigor admirables, y que quiere decir, sin más, la partición al centésimo, al milésimo o a lo que haga falta para neutralizar cualquier intento de sedimentación, de tribalización, de patriarcado. Siendo que su pasión es la confabulación y el jolgorio, la lubricación y el bombeo, lo que necesita son bifurcaciones y desvíos, y desvíos de desvíos, y ramales de ramales de ramales; todo fraccionado, todo a la mitad de la mitad, todo en giro, todo femenino, todo ya.

De ahí su vocación de filtro, de destilante. El filtro, es bien sabido, es una caída frenada al milésimo, una herramienta de disuasión; disuade frenando y mareando. Es un interrogatorio. La culpa, que es siempre un botín, un fardo ilícito, queda al fin en evidencia y neutralizada en forma de grumo. Lo que permanece es la esencia, la pobreza inicial, pues un filtro no es otra cosa que un viaje a contrapelo en busca del comienzo perdido. Es pues un recordatorio, quizá una confesión. Y, paradójicamente, la esponja es la expresión de la desmemoria: no admite sumas ni acumulaciones. Es franciscana. Y otra cosa: tiene temperamento atlético; no puede permitir que nada se enfríe, que envejezca. Así, aunque no lo queramos, cada vez que exprimimos una esponja, en los cartílagos y tendones de nuestra mano se insinúa el secreto deseo, que nunca nos abandona, de rehabilitarnos a fondo, de ser otros, disponibles y ligeros como el primer día. Pues no cabe duda de que el primer día era sencillamente eso, una esponja.



Poema In Limine de Fabio Morábito



Por el perdón del mar
nacen todas las playas
sin razón y sin orden,
una cada cien mares.

Yo nací en una playa
de África, mis padres
me llevaron al norte,
a una ciudad febril,
hoy vivo en las montañas,

me acostumbré a la altura
y no escribo en mi lengua,
en ciertos días del año
me dan vértigos y mareos,
me vuelve la llanura,

parto hacia el mar que puedo,
llevo libros que no
leo, que nunca abrí,
los pájaros escriben
historias más sutiles.

Mi mar es este mar,
inerme, muy temprano,
cede a la tierra armas,
juguetes, sus manojos
de algas, sus veleidades,

emigra como un circo,
deja todo en barbecho:
la basura marina
que las mujeres aman
como una antigua hermana.

Por él que da la espalda
a todo, estoy de frente
a todo con mis ojos,
por él que pierde filo,
gano origen, terreno,

jadeo mi abecedario
variado y solitario
y encuentro al fin mi lengua
desértica de nómada,
mi suelo verdadero.



Poema Cuarteto De Pompeya de Fabio Morábito



I

Nos desnudamos tanto
hasta perder el sexo
debajo de la cama,

nos desnudamos tanto
que las moscas juraban
que habíamos muerto.

Te desnudé por dentro,
te desquicié tan hondo
que se extravió mi orgasmo.

Nos desnudamos tanto
que olíamos a quemado,
que cien veces la lava
volvió para escondernos.

II

Me hiciste tanto daño
con tu boca, tus dedos,
me hacías saltar tan alto

que yo era tu estandarte
aunque no hubiera viento.
Me desnudaste tanto

que pronuncie mi nombre
y me dolió la lengua,
los años me dolieron.

Nos desnudamos tanto
que los dioses temblaron,
que cien veces mandaron
las lavas a escondernos.

III

Te frotabas tan rápido
los senos que dos veces
caí en sus remolinos,

movías el culo lento,
en alto, para arrearme
a su negra emboscada,

su mediodía perenne.
Abrías tanto su historia,
gritaba su naufragio…

Nos denudamos tanto
que nonos conocíamos,
que los dioses mandaron
la lava a reinventarnos.

IV

Te desmentí de cabo
a rabo devolviéndote
a tus primeros actos,

te escudriñé profundo
hasta escuchar la historia
amarga de tu cuerpo,

pues sólo el amor sabe
cómo llegar tan hondo
sin molestar la sangre.

Esa noche la lava
mudó si paisaje en piedra.
Tú y yo fuimos lo único
que se murió de veras.

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En Pompeya, entre otros cuerpos petrificados
por las lavas y cenizas de la erupción del
Vesubio (año 79), se conservan los de un
hombre y una mujer en el acto amoroso.





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