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Poema Los Ángeles Del Mar de Antonio Porpetta



Los ángeles del mar, cuando llega la noche,

arrastran suavemente a los ahogados

hasta playas amigas,

y allí limpian sus cuerpos de algas y medusas

y peinan sus cabellos con esmero

para que no parezcan tan difuntos

y sus madres, al verlos,

no piensen en la muerte.

A veces depositan sobre sus pobres párpados

dos sestercios de plata recogidos

de algún pecio profundo

para borrar el miedo de sus ojos

y que el asombro vuelva a sus pupilas,

o ponen en sus manos caracolas y pétalos

como si fueran niños que dormidos

quedaron en sus juegos.

Finalmente, con leves movimientos,

abanican sus rostros muy despacio

y ahuyentan de sus labios las últimas palabras

dejándoles tan sólo los nombres de mujer?

Casi siempre suplican a los altos querubes

que trasladen sus almas con cuidado,

porque el mar dejó en ellas

salobres arañazos,

golpes de barlovento, heridas abisales,

y en el más largo instante

vieron como sus vidas se alejaban, se hundían,

en el temblor callado de las aguas,

y con sus vidas iba su memoria,

y en su memoria todo cuanto amaron

o pudieron amar,

y su dolor fue grande?

Cumplida su misión, vuelan los ángeles

hacia las blancas ínsulas del sueño,

y los ahogados quedan

solitarios y espléndidos

en sus dorados túmulos de arena,

serenos como dioses,

dignos en su derrota,

esperando que nazca la mañana,

que les cubra la luz,

que jamás les alcance

el frío del olvido.



Poema Tercer Ensueño de Antonio Porpetta



…Y si un día mi mar amaneciera
con una nueva isla en su regazo,
una isla nacida
del oculto lugar donde los dioses
reposan su pretérito esplendor,
la quietud implacable de su olvido…
Y si fuera una isla nacida en alborozo,
de benigno perfil y tierno territorio,
de playas como lámparas votivas,
titánicos volcanes,
valles ensimismados,
anchos lagos sin fondo,
y en sus selvas atónitas crecieras
el rojo flamboyán, el jacaranda azul,
la umbría de las ceibas, la lujuria
sutil de las orquídeas,
y se oyera un murmullo polícromo de pájaros
arropando en sus vuelos
el libérrimo canto del quetzal…
Y si esa extraña isla decidiera
conocer tierras nuevas, rumbos nuevos,
nuevas constelaciones,
y levando sus anclas de obsidiana,
entre un fragor de nieblas y maizales
por tenebrosos mares
proa pusiera hacia mundos remotos,
hacia horizontes hondos como dudas,
inciertos como augurios,
amplios como el azar…
Y en una latitud inesperada
unos brazos de atlante
enamoradamente la acogieran,
y pacíficas aguas lo bañaran
ofreciéndola al sol y a la benevolencia
de otros dioses ignotos y lejanos,
y allí quedara para siempre, y fuera
poblada de hombres puros,
gentes de pies oscura, voz humilde,
negros ojos, limpio y alto mirar,
y con los siglos le nacieran pueblos
de nombres como gemas brilladoras
en los que eterna la esperanza ardiera:
Antigua, Sololá, Quetzaltenango,
Santa Cruz del Quicé…
Y preso en sus orillas, nuestro mar,
con sus islas sembradas de cenizas,
sepulcros de tritones y gorgonas,
harapientos trofeos,
viejas desolaciones,
quedara encadenado a sus leyendas,
con su nostalgia herida,
y con su ausencia a solas…



Poema Retrato En Amatista de Antonio Porpetta



Dices muerte, y en tu palabra asoma
la cicatriz, el hielo,
la plenitud solemne de algún muro
que nunca sabrá nadie dónde fue construido,
qué jardines oculta,
qué regiones ardidas aprisiona.
A su conjuro acuden los pájaros más tristes,
se posan en tus manos
y derraman sus cánticos de luna
sobre tu piel que nace cada día.
Siempre
vence lo oscuro:
el grito de la ausencia, con su herida
tan honda y rescatada,
las pequeñas memorias
que el viento disemina como humildes cenizas,
la serpiente del frío
con sus ojos abiertos de carcoma.

Pero la muerte tiene
sus anchas claridades, universos
de ámbar, playas inagotables
de arenas como estrellas
donde el sol es más justo
y el mar lleva en sus alas un perfume
de inaccesibles rosas
que imanta y enamora.
¡Ah, su limpio lenguaje,
su mirada de madre
cuando entorna la vida entre sus brazos,
su sonrisa
tan pura y duradera!
Todo en ella es silencio,
prudente caminar entre los árboles,
pradera, junco, sueño,
cauce, vuelo de abejas,
lentísima esperanza.
Triunfa
desde todas las sombras,
pero guarda sus cálidos secretos
en la hermosa amatista de sus labios.

¿Y después? ¿Y después?…
La duda es una música
que lame nuestras médulas
con sus garfios de sangre:
Quizás sólo la noche.
Quizás un ancho río
de orillas serenísimas.
Quizás una dolida, inmóvil carcajada.



Poema Propuesta de Antonio Porpetta



Hay que recuperar
el tacto de la fiebre y el color de las noches,
la antigüedad del bronce y el aroma del llanto,
el grito de las águilas y el sabor del silencio,
la timidez del aire.
Hay que recuperar
la humildad de los astros y el sonido del hambre,
los caminos sin fecha y la altivez del junco,
los muertos renacidos y el susurro del puma,
la niebla en los vitrales.
Hay que recuperar
las verdes madrugadas y la sombra del río,
las campanas más tiernas y las manos sin dueño
la semilla del agua y los pasos perdidos,
la danza de las naves.
Hay que hacer lo imposible por descubrir de nuevo
ese torpe milagro, ese absurdo prodigio,
esa hermosa miseria que llamamos la vida,
con todo su caudal de ardiente escalofrío.



Poema Monólogo Con Mozart En Tarde De Lluvia de Antonio Porpetta



Quiero decirte, Wolfgang Amadeus,
hermoso y fiel amigo,
que esta tarde de lluvia me han hablado
todos tus violoncelos:
comentaban
aquellos viejos días de salitre
tan ebrios en la ausencia,
tan repletos de arena y soledades,
tan siempre regresados.
Quiero decirte, Wolfgang Amadeus,
ángel truncado en vuelo,
que tu voz se me enreda entre los ojos
como una hiedra lenta y me retorna
a infancias melancólicas,
a cansadas esquinas, a horizontes
que jamás se me alzaron,
a las sombras de olivos sin ternura
en las desiertas sendas.
Quiero decirte, Wolfgang Amadeus,
alegre compañero,
que te sientes aquí, junto a nosotros,
en este exilio de paredes blancas
que hemos ido naciendo entre poemas
para volver a ser más puros,
quizá para volver a ser, tan sólo.
Ponte cómodo, hermano,
toma un vaso de vino, bebe, canta,
que esta tarde de lluvia no hay tristeza
que nos pueda rendir,
aunque algún clavicémbalo nos hiera
las perdidas memorias, los espejos
de lejano mirar.
Sólo quiero decirte, Wolfgang Amadeus,
alondra de esta casa,
que resumes el tiempo en nuestras sienes,
que tus alas nos cubren
para tomar el pulso a las mañanas,
que nuestra torpe lluvia se diluye
como el humo olvidado de un mal sueño
al escuchar tu luz.



Poema Los Suicidas de Antonio Porpetta



Suicidarse en el mar es como desnacerse
en el claustro materno,
es como retornar a la tibieza
de la verdad primera,
redescubrir el hálito fugaz que nos perdura,
quizás la certidumbre
de que también el fin
puede ser una forma de empezar.
Hay suicidas muy torpes: tienen prisa
en sus renunciaciones
y eligen sin pensar acantilados
altos como el desprecio,
foscos como la ruina
para el vuelo final.
Acaban casi siempre
como siempre vivieron: en alguna caverna
de escollos heridores,
atrapados en redes sin linaje,
recubiertos de umbría,
anclados a su malva soledad.
Pero hay quienes ofician el suicidio
como un rito: se visten
de túnicas muy blancas,
con guirnaldas de flores
dan prestigio a sus sienes,
y enaltecen sus cuellos y sus manos
con bellísimas joyas y abalorios
cuyo fulgor conforta los sentidos
y el ánimo sosiega
y la inocencia acrece.
Después, tras consultar tablas lunares,
astrónomos, augures, cartas de marear,
escogen una fecha de otoño transparente
y con el claroscuro de la tarde vencida
se internan con cuidado entre las aguas,
la mirada en sus culpas,
el olfato en su ausencia,
el tacto en sus ensueños,
mientras van repitiendo las palabras
que jamás escucharon
y que siempre quisieron escuchar…
Con su gentil y antigua cortesía
acoge nuestro mar a estos pulcros suicidas,
les da la bienvenida, les recibe
en su imenso nidal.
Y arrullando su frágil mansedumbre,
entre un magno silencio de ondas y presagios,
les orienta hacia dársenas ocultas,
hacia anónimas clas donde aguarda
una pequeña barca que ya tiene
la orden de partir.



Poema Los Arcángeles de Antonio Porpetta



Llegaron los arcángeles.
Se supo que llegaban por una luz dorada
que se esparció en la noche,
cuando los sueños labran manantiales
en la yerma memoria de las gentes.
Podían escucharse sus pisadas
de luna entre los árboles,
el rumor de sus voces delgadas como espigas,
y eran de ver los ópalos serenos de sus ojos
escrutándolo todo,
el azulado vuelo de sus manos,
su gesto entre cordial e indiferente.
Querían descubrir los paisajes del hombre
y en jornadas de niebla recorrieron
deltas de soledad, praderas de rencor,
roquedales de angustia, penínsulas de hastío,
manaderos del miedo más oscuro.
A veces preguntaban: nadie les dio respuesta,
nadie quiso decirles, nadie quiso escucharles…
Ellos, entre el silencio,
con lápices de ámbar escribían
palabras desoladas en sus libros celestes.
Y una tarde de plata,
en un viento levísimo y cansado,
agitando sus alas muy despacio,
regresaron por siempre
a sus mundos distantes.
Cuentan quienes los vieron
que volaban llorando los arcángeles.



Poema Las Sirenas de Antonio Porpetta



Vieron llegar la nave:
como siempre
elevaron sus cánticos pianísimos,
sus murmullos de lluvia y arboleda
que un céfiro brumoso llevaba lentamente
a las sienes morenas de los hombres,
allí, donde se oculta el desconsuelo
y remotos paisajes se atesoran
con el secreto brillo de su azogue…

Vieron pasar la nave:
nadie se conmovió,
nadie se derrumbaba, loco, sobre el agua,
nadie quiso buscar, enajenado,
sus pechos luminosos, sus miradas de jaspe,
sus escamas de fuego y de coral.
(Un hombre entre cadenas,
hermoso como un héroe,
desgarraba con llantos y alaridos
aquel hondo y sereno navegar…)

Vieron cómo la nave se alejaba
ajena, indiferente,
en calma singladura
hacia islas felices y puertos abundosos,
firme como el destino, libre como el olvido,
desplegadas sus velas al viento y a la sal…

Ausentes, melancólicas,
asoladas de un lívido temor,
dejaron de cantar, envejecieron,
quedaron con los siglos
ignoradas de todos, convertido
en historia dormida su recuerdo.
Y una pobre mañana,
entre un torpe revuelo de peces fugitivos,
diéronse a lo profundo, naufragaron
su pálido esplendor…

Todos los navegantes debieran perdonarlas:
ellas nada querían,
ellas sólo cantaban y cantaban…
Ellas nunca supieron que en sus voces
habitaba la muerte.



Poema Las Palabras de Antonio Porpetta



Llegan puras, calladas,
como dulces insectos,
invadiendo mi frente
con su zumbido leve,
portando entre sus alas
esos frágiles fuegos
que estallan en mi sangre
sus cascadas de vida.
Me adivinan cansado
de caminar el aire,
de pulsar el espacio
que me conduce a ellas,
y entonan en mis labios
sus cánticos de polen
en los que sólo crecen
espejos y almenaras.
Algunas traen la noche
ardiendo entre sus dedos
y derraman su acíbar
en mis pobres asombros;
otras son manantiales,
fulgurantes prodigios
que anidan en mis huesos
sus entrañas de azogue.
Palabras como huellas,
dejando en los alféizares
un lacre enamorado,
vivísimas palabras,
saltimbanquis del alma
sobre una red de sombras,
palabras como astros,
como madres sonoras,
diminutas palabras,
que juegan como pájaros,
palabras generosas
que nos llenan los ojos
de un trigo inagotable,
doloridas palabras,
palabras desplegando
tormentas y paisajes.
Vosotras sois mi patria,
mi único universo:
sólo con vuestro aliento
puedo habitar sin llanto
esta vieja intemperie,
esta piel fatigada.
Vosotras me hacéis libre:
en vosotras renazco.



Poema Las Muchachas Y El Mar de Antonio Porpetta



Toman el sol, tumbadas en la arena,
bajo una exacta claridad rasgada
de vuelos y abandonos,
en frutal ofertorio la gloria de sus cuerpos,
los sueños navegando
por hondas geografías.
Confían en el mar: nunca recelan
de su aliento cercano,
de esa casta apariencia que transmite
el familiar susurro de sus olas.
Ellas, tan inocentes, no saben las argucias
de ese sátiro azul, los disimulos
de su antigua y taimada adolescencia,
sus desatadas ansias de pecado…
Desde el agua profunda, una voz impaciente
?como un grito de amor, quizás de súplica,
o quizás un gemido? les reclama.
Despiertan las muchachas, se levantan
hermosamente altivas
y con pasos muy leves, caminando
despacio se dirigen
al inmenso latido.
Canta el mar sus baladas de alegría
mientras ellas se adentran en su imperio,
y recibe con mimos de unicornio
la doble incertidumbre de sus pies,
la vertical promesa de sus piernas espigas,
y lame sus rodillas,
y acaricia sus muslos de coral,
y alcanza enloquecido
la plata de sus pubis, y descubre
el asombro armilar de sus cinturas,
y aromado de adelfas
asciende hacia sus pechos, se adormece,
cubre, inunda, derrama estrellerías
y hasta besa furtivo, como un juego,
sus labios luminosos…
Las muchachas, ausentes, arcangélicas,
saltan, nadan, se ríen, chapotean,
ajenas a ese dulce vaivén, a esa lujuria
penetrante y sutil que les invade,
sin saber que están siendo
lentamente violadas,
que lentamente el mar las hace suyas,
que lentamente el viejo amante triunfa
con su extensa ternura
sobre el clamor rosado de sus sexos…



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