poemas vida obra rogelio saunders

Poema Berlín Infuturos de Rogelio Saunders



(Berlín) infuturos

Las grandes ruedas se detuvieron
pero el odio continúa.
En el poema más perfecto
es falsa una línea.
Berlín: ciudad abierta.
En la oscura madeja avanzan
lentos-rápidos trenes.
No somos (nunca seremos)
como ellos.
La rubia de labios morados
saluda desvergonzada al general
disfrazado de cameraman.
En el arco invisible donde hubo la mano
aún vendrán los ataúdes.
Los borrachos con grandes vasos de cerveza
en equilibrio sobre el amasijo de cerámica.
Ellos no son (nunca serán)
como nosotros.
Salvo
que no hay ningún ello
o un nosotros.
Sólo el no-ello
y el no-nosotros.
Los rieles con las cabezas cortadas
y los edificios de hielo.
En la niebla negra de los campos
grandes ratas retozan
con un hilo de sol en los dientes
afilados
allende el rosáceo levitón
que restalla en la cuenca de lija del ojo.
El ayer es ese humo
que despiden los canalizos.
Los patios ensobrasados de historia
donde lo histórico
es la desaparición.
Íbamos por estas calles cenizosas
como fantasmas pisoteados
por lo imposible.
Las antenas ahora se levantan como uñas
en la carne sin forma de los edificios.
El cielo es el gran vacío-ojo de hebras rojas
que de golpe puede
tragarlo todo.
Continúa el comic,
las figuras a punto de cruzar una avenida
y las grandes vigas balanceándose
perpetuamente entre el azul
horriblemente falso de los cristales.
Continúa la gran risa
como una gran rueda
que nada puede detener.
Los gigantescos obreros que Marx edulcoró
son la materia prima del fascismo.
El gran cielo de Berlín
es como la boca insaciada
del futuro.
Los pequeños hombres mueven sus antenas
de hormigas
contra el fondo aguachiento
de la ausencia del mar.
Es pues imposible volver
y todo espera
como en ninguna otra parte
el golpe promisorio de la ruina.
El viento arrastra los rostros como hojas.
El carnaval en blanco y negro
no cesa
y puede oírse el galope de caballos
a través de las mudas puertas
no destinadas a cerrarse.
El gran viento perpetuo
arranca los calendarios de la pared.
El viento-tiempo es un continuo
de dos dimensiones
idéntico al paso amarillo
de un tranvía.
Ese que saluda allí
colgado en 1930
no ha muerto todavía.
Me mira y sé
que me conoce, apretujados
ambos,
ojo con ojo
en este andén de 1880.
Es imposible volver
pues no hay historia
a la que volver.
Ella es (falla o clinamen)
irremisible.
El discurso es el sobrante
que baja por los canalizos.
Los ojos y manos
también
vencidos
por el golpe de insomnio
de la ruina
y por el cielo
que no tiene fin.
Es ese fin sin fin
hacia el que todo
fuga
lo que mantiene
la risa perpetua
y el incesante martilleo,
los habladores parapetos
del carnaval,
el arlequín de ceño despejado
con la cabeza partida en dos
como una marioneta
del kabuki.
Sabido es así que subir al tren
no significa dirigirse
a ninguna parte.
Bajo el cielo no redondo
no hay partes.
Sólo la anárquica partición
del mediodía,
la catastrófica desmesura
de lo histórico.
Aquí, donde todo es medida,
reina la alucinación perpetua
del homo.
La historia coincide
con el gran vacío
del cielo
que se repite en el embudo dejado
por cada edificio.
Todo fuga, continuo.
Todo se descamina sin regreso.
La falla o corte
no destruyó nada
sino que lo mostró todo,
ni falso
ni verdadero.
Abierto a lo abierto, fugacidad continua
de lo sólido.
Los ojos golpeados por la luz
son como los cuerpos grandes ruedas.
El cielo rueda y fuga.
Los campos ruedan y fugan.
Los pasajeros apresurados
ruedan y fugan
centrifugados
por la velocidad,
alzados y diseminados
por los infuturos.
La sombra de la gran máquina
desciende con los desesperados
despojada de sí misma
a donde todo es despojo.
Todo continúa
enlistado por la falla
ni cerrada ni abierta.
Lo fabuloso es esta
prostituta que espera
en pleno día
ni cerrada ni abierta.
Oh homo, grita el humo
tan lejano del homo.
El cielo abierto grita
y no hay tragedia,
no hay historia ni rostro.
Sólo la pequeña música que susurran
las ruedas dentadas.
El cuchicheo-mordisqueo
al fondo de los teatros.
Los vastos paisajes
desmenuzados por el viento.
El golpe de semen de la gota
contra la ventana.

Los rieles, los rieles, los rieles.



Poema Acerca Del Instante Y El Espacio (o Del Ser Entendido Como Transparencia) de Rogelio Saunders



Como en un bodegón flamenco, dispuestos
sobre una mesa (una mesa
imaginaria, que es
y que no es: un plano
de consistencia
): papas
fermentadas por el calor,
diminutos quelonios de color de ciénaga,
el acre olor insituable del verano.

Arriba: la viga inmóvil.
El denso espacio vacante y su oro,
su incandescencia, su silencio.
Muertos locuaces congelados por el ardor,
por la impaciencia que selló sus párpados
como se sella una carta que nadie ha de recibir.
Allí, en el cenador acristalado,
con sus diez mil reflejos que son
el éxtasis del sol, su despedida, su ausencia.
Allí la luz es cristal (triángulos, hexágonos, fragmentos),
rayos detenidos en pleno movimiento,
e infinitamente en movimiento en forma
de zigzagueantes y agudos centelleos: la catedral
estallando sin fin como la voladura
de la cantera en piedra que ilumina:
piedra hecha de luz y luz petrificada.
Allí el sol es el hueco negro de un sombrero.
Nunca más el disco de lava puntual,
la asombrosa derrota del crepúsculo.
La hueca luz es ahora providencia y casa de espejos.

Los que danzan en el césped verde
(que a veces es violeta y también rojo)
son habitantes de un país de ensueño: ingenuos
holandeses
con sus trajes polícromos de la Edad Media.
Más que bailar, levitan.
Levitamos con ellos, fascinados
por ese pintoresquismo familiar,
por esa otredad entrañable que tal vez
es la del teatro de sombras o de marionetas.
Fábula mítica hecha de mimbre y paño.
De colores puros y del olor de la madera
recién cortada, recién bendecida, recién barnizada.
Olor del invierno esta vez, donde el calor
es igual a la intimidad y el vino
a las palabras que todos piensan y que nadie pronuncia.
Sonido de campanitas lejanas,
de cuentos de Navidad (subyugantes y horribles),
y de los altos abetos y de los hombres de paja,
con la pálida luz de las colinas y el río que transcurre
?opaco, doloroso?
bajo el arco de un puente que vimos o soñamos.
Suizos, daneses, luxemburgueses y noruegos,
con gordas caras sonrosadas de viejas sirvientas
como si fueran los entes (coloridos y risueños)
en los que el sol, allende el sol, se ha transformado.
Mundo de tela que habla.
Mundo contrario y el mismo.

Aquí, la noche. (¿La misma?)
El bodegón flamenco donde el calor es el frío,
la humedad infinita de lo olvidado.
El barroquismo de la nada, la acumulación
incesante de lo imaginario.
Allí donde no hay nada, todo es posible.
Lo imposible se retira, el sol se oculta
en el clímax del sol, en la sobreabundancia
de lo imposible.
No hay sol: nada es imposible.

Dos cambistas se inclinan
sobre sus manuscritos contables.
No la historia de la óptica, sino el rojo.
La precisión del detalle, la espesura de los signos.
Astucia o sutileza
infinita del gesto. Espacio
que nos atrae como un abismo cuya substancia
es el color inmóvil pero vivo:
el contorno trazado por el vértigo
de lo natural hecho sobrenaturaleza.
El naturalismo, bien entendido, es eso:
un vértigo como una scienzia,
una ignorantia como un conocimiento,
una fe en los ojos como una ceguez homérica.
Ciegos, nuestros dedos irradian un contacto divino.
Ciegos, también, cuando nuestros ojos palpan.
Ojos que recorren la imagen como un cuerpo.
Dedos que subtienden el cuerpo como imagen.
¿Acaso no hay, en una sola
gota de agua, infinitas gotas?
Pintar el mar gota a gota: intención
admirable, propósito imposible.
Pero la lluvia está allí, cayendo sobre el puente
coos complicado.
Más sencillo y menos simple.
Más evidente y menos verdadero.
La seguridad del sonámbulo (dijo alguien alguna vez)
proviene de que sus percepciones
no son interferidas por ninguna sensación,
por ninguna enseñanza, por ningún significado.
Esto hay que dejarlo resonar, inconcluido.
Como sucede con la palabra realidad
una vez que se ha suprimido el énfasis que la hacía posible,
equivalente del ur y representante del Edicto.

Es aquí, extrañamente aquí.
No un aquí sin ahora: algo más extraño.
Un vuelco de los ojos
hacia la insubstancialidad abismática de los dioses.
Una apertura de la mente (de la sensibilidad)
hacia la ausencia sin límites.
Lo demasiado abstracto
es inocente e inquietante como la carne de un niño.
El novum tiene la involuntaria sencillez de una sonrisa.
No será entonces (todavía
cabalgamos en símbolos), pero eso
es lo que puede verse
a través de los objetos,
de las cosas transparentes.
Ya que todo está aquí
reunido, envolviéndonos.
Esta atmósfera misma
es el significado del Tiempo.
Mas, ¿dónde está lo desaparecido,
lo que soñamos ayer, el laberinto y el árbol?
El mundo mismo es el espacio vacante,
aunque no podamos comprenderlo.
El simple más que ríe burlonamente en lo oscuro.
El bodegón inmóvil donde todo burbujea,
interrumpido por el parpadeo que subdivide los segundos.
Toda afirmación, allí, no puede ser sino una pregunta.
Como en la metamorfosis sucesiva de los temas
o de los motivos de una sinfonía.
Donde todo se pone en marcha y nada avanza.
Donde todo, sencillamente, se encamina.
No hay movimiento: sólo metamorfosis.
La mitad de un desplazamiento imaginario
y la mitad de esta mitad, infinitamente.
Inter alia: paseos en el spatium.
(Paseos que, en realidad, van desplegando el spatium.)
Entre un pensamiento y otro,
nace la cosa mentale.
El hundimiento de la existencia que hace
perceptible el instante.
Vemos. Pero, ¿qué vemos?
La fermentación fecunda, oímos las voces.
Todo está vivo, hostil o entrañable.
Humano, siempre demasiado humano.
A través de lo inverosímil o de lo fantástica
mente pintoresco de un carnaval en la nieve.
Todo se hunde porque todo permanece.
Todo desaparece porque todo persiste.
Todo está suspendido, navegando en el tiempo.
Disperso como los cristales
de luz del cenador constituido de reflejos
donde el sol es la instantaneidad de lo que no ha sucedido.
Oscuridad cegadora cuya aspersión, siendo infinita, no termina.
No hay centro ni origen.
No hay progreso ni historia.
Pero los dioses
seguirán existiendo mientras exista el sueño.
El sueño es la puerta mágica que nos une
con nuestra cantidad de desconocido.
Suspendidos en nuestra noche
y aún más absortos en el día.
Engendrando la geometría con un ojo
frío y sobresaltado.
El exaltado ojo en éxtasis del Observatorio.
El ojo ciego y vidente, colmado y cóncavo.
El ojo doble y único del instante
y el espacio: cadencia
del vértigo donde nada se mueve.
Vitral transparente de la mente (ese
confín de confines),
cuyos pedazos vuelan sueltos en indecisión eterna,
impulsados por el más allá
de su silenciosa insistencia cristalina.
El mismo más allá que ha dado al sueño del mundo
su realidad autosuficiente y dolorosa.
Y por la cual el mundo, siendo la Presencia,
es lo ausente, lo incomprensible, lo inhabitable.
No es que la vida esté en otra parte,
sino que es el mundo mismo el que está en otra parte
estando en todo momento delante de nuestros ojos.
Falsos profetas o locos, conscientes
de una verdad indecible, permanecemos en él.
Ni celebrantes ni cínicos,
ni resignados ni hipócritas.
Simplemente permanecemos en él,
mientras nos nace en el rostro
algo muy semejante a una sonrisa,
pero que en realidad es el movimiento
total y sin consecuencia de la mente que ha comprendido.
Que ha estallado, que ha enloquecido.
Mente girasol o mente remolino,
idéntica al sol-histrión que ilumina artificialmente.
Pero la luz es real (o mejor dicho: transreal)
como la mente que la nombra. Salvo que la mente
es ilimitada: space pantin
que puede confundirse con una claraboya,
con un avance del mar, con un olor indescriptible.
Con todo lo que fermenta,
lo que muere y lo que resucita.
Su permanente despliegue, ya se sabe, es locura.
Pura locura del pintor que se extravía en el detalle.
Y sin embargo, allí están
las cosas transparentes,
las cosas máximas allende la explosión sin tamaño.
Allí está la cabeza del salvaje, balanceándose como un pino.
El testimonio visible del viento
dando contra la ropa tendida,
haciéndola restallar con una resonancia pura.
Eso: la ropa que danza
y el viento que suena.
El instante y el espacio
como el latir de un diafragma.
La huella ensoñada del pintor
desdibujándose en la nieve del cuadro.
Nada más que lo que es (que lo que está):
incesante, transparente, sin límites.



Poema A Veces, En El Tren Que Fuga de Rogelio Saunders



(nobody knows revariation)

A veces, en el tren que fuga
hacia Venusberg o las
constelaciones,
en pleno día
tú yo
tan desconocidos
como siempre,
giramos al uní
sono las bruñidas
cabezas de agónicos
y arcaicos
maniquíes
como en un bien ensayado
paso de baile sobre
el desvencijado
maderamen.
Dipsoicos habitantes de los trenes,
desangelados,
de estólidas capuchas negras,
la lluvia nos ha separado.
Como flores picoteadas
chapoleteamos sobre el papel
de las aceras
con el inoperante manuscrito enrollado
bajo el brazo
como un periódico.
El viejo letrero
escrito en alemán defectuoso
centellea como un tuerto
ojo machacón
de platillo de circo.
Nos hemos perdido
en un mar de rieles.
Otros niños sin escritura, sin gesto
nos circundan.
Oh la Moral.
Patinadores ciegos,
derribamos al mudo sol
como el padre varado
en la puerta, sin empleo.
El pétreo, desmigajado anuncio
de turbios productos
que no adquirió nadie.
Hay muchas palabras
perdidas. Muchos rostros
sepultados
bajo la arena
de las ciudades.

En resumidas cuentas,
nadie
conoce a nadie.
Nadie alza un
brazo o una copa.
En el silencio
del bullicio
vuelan la aligeradas
cortinas, como
telones de boca
donde
flotan
paródicas manos.
Signos
sin espacio. Como
el puro tiempo que no
señala nada. Hijo
del sueño cíclico. De la oscura
decisión que dibujan
las repeticiones.
Sin salida.
Sin nacimiento.
Entes sin presencia
altos como abandonados
sombreros detenidos
en el aire.
Eternos como la esferoide
de madera
dentro de los gastados
zapatos.
El trazo.
Un: no. O un: oh.
La palabra engolfada
en la boca abierta.
El asiento desplazado allende
el traqueteo mudo.
Sin campos de labranza.
Sin saludo.
El agua sobre la estatua.
Las ratas aplastadas
por el trueno súbito.
Presos en el staccatto agudo
de la trompeta.
Mientras el vigía
alto sobre los techos azules
da una única vuelta de campana.
Sin final. Sin lejanía.
Todavía veíamos las franjas.
Los gansos patéticos,
libres del torno de la cosecha.
El rielar del horrendo pozo
separando las piernas independientes.
El taconazo en la última
sílaba o paso.
Unísono
al golpe del sombrero.
El reflejo en el cristal.
La rima sin ojo.
El rostro sin risa.
La nada en todo algo.
«Si el mundo no era
para ellos…».
Pero, ¿qué mundo?
Oh: la dispensa.
Sol-cangrejo
sobresaliendo
en la nuca de la anciana.
No veo y todavía
veo. Cabezas
simultáneas, engolfadas
de un vacío inequívoco.
Los salvajes muñecos.
Los libertarios
paraguas quejumbrosos
saltando sin dueño
sobre los adoquines
en carne viva.
Cabezas antiguas
atornilladas a troncos
generales, enseñoreados
de mapas, oh cabezas.
A todo esto,
no hay refugio para los trenes
indetenibles. No hay olvido.
Nadie sabe nada.
Esa gran ignorancia
es lo que nos hace veloces.
Poseedores de una libertad
sin límites. Hecha de
la pureza de lo inexistente,
del Trasunto.
El otro de todo mundo.
El otro siempre inseparable
del otro.
Último, ulterior, ultra.
El canto machacón
y maniqueo
de un comisionado veloz
deslizándose muerto sobre la nieve.
Cabezas juntas.
Cabezas separadas.
Nunca cógnitas.
La ventana y el amanecer
encordados por la falta
de silencio
se igualan.
Si ser libre fuera
esto (este
átono díptono y paso)
ello (s) (imposible: tú
y yo)
lo hubiera (mos)
sido.



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