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Poema Domingo de José Manuel Caballero Bonald



La veis un día domingo.
Lleva un cuerpo cansado, lleva un traje cansado
(no la podéis mirar),
un traje donde cuelgan trabajos, tristes hilos,
pespuntes de dolor, esperanzas sangrantes
hechas verdad a fuerza de ir remendando sueños,
de ir gastando mañanas, hombres de cada día,
en las estribaciones de un pan dominical.

La veis venir acaso de un azar con ternuras,
de una piedad con fábulas; la veis
venir y no sabéis que está llamándose
lo mismo que la vida,
lo mismo que su traje hecho disfraz de olvido,
hecho carne de engaño y servicial,
cortado a la medida de mensuales lágrimas,
de quebrantos tejidos con la última
hebra de la intemperie, con las briznas
de ese telar de amor donde aprendemos
la hermandad necesaria que es un cuerpo sin nadie.

Sucede que es un día más bien canción que número,
más bien como una lluvia de inclemente mirada,
de humilde mano abierta
que volverá a vestir de desnudez la vida.
Y entonces ya es mentira crecer sobre raíces,
ya es mentira ese tiempo blandamente nocivo
que se nos va quedando alquilado en la piel,
que se nos gasta hasta dejarnos
un mísero rastro de caricia vacía,
llegar a confundirnos en un domingo anónimo,
en un amor sin cuerpo, hilvanando de lástima.

Y entonces, ese día, el domingo,
viene llegando, corre, se nos acerca
(todos la conocemos),
nos mira igual que un charco
de amor recién secado, nos contagia
de todo cuanto es puro en su día siguiente,
porque está consolándose con un jornal caduco,
está desviviéndose
en una pobre sucesión de acopios para amar,
de ir contando los años por tránsitos de trajes,
por memorias zurcidas, por sueños arrancados
del retal de un domingo cegador e ilusorio.



Poema Diosa Del Ponto Euxino de José Manuel Caballero Bonald



Su cuerpo está desnudo al borde de un gran atrio
lacustre, sólo se ven sus piernas
asomando entre espumas
repulsivas, se parece a una estatua
cubierta de criptógamas y a un animal
exangüe se parece también.

Las rémoras del frío, los dientes
del salitre penetran entre sus gangrenados
senos, y ya emerge, adopta como Telethusa
actitudes lascivas mientras roen
su memoria las parcas y se quiebran
los bizantinos vidrios de sus ojos.

Olvidada de Ovidio, aguarda absorta
el dictamen del tiempo, se inocula de gérmenes
olímpicos, incita a los que acuden
para verla vivir.

Todos hurgaron
ávidamente en las marmóreas grietas
que iban surcando las estribaciones
más vulnerables de su cuerpo. Pero
nadie la pudo profanar sin antes
haber vendido su alma al Taumaturgo.



Poema Desde Donde Me Ciego De Vivir de José Manuel Caballero Bonald



Era una blanda emanación, casi
una terca oquedad de ternura,
un tibio vaho humedecido
con no sé qué tentáculos.
Abrí
los ojos, vi de cerca el peligro.
¡No, no te acerques, adorable
inmundicia, no podría vivir!
Pero se apresuraba hacia mi infancia,
me tendía su furia entre los lienzos
de la noche enemiga. Y escuché
la señal, cegué mi vida junta,
anduve a tientas hasta el cuerpo
temible y deseado.
Madre
mía, ¿me oyes, me has oído
caer, has visto mi triunfante
rendición, tú me perdonas?
La mano
balbucía allí dentro, rebuscaba
entre las telas jadeantes, iba
desprendiendo el delirio, calcinando
la desnuda razón.
Agrio desván
limítrofe, gimientes muebles
lapidarios bajo el candor malévolo
del miedo, ¿qué hacer si la memoria
se saciaba allí mismo, si no había
otra locura más para vivir?
Dulce
naufragio, dulce naufragio,
nupcial ponzoña pura del amor,
crédulo azar maldito, ¿dónde
me hundo, dónde
me salvo desde aquella noche?



Poema Desencuentro de José Manuel Caballero Bonald



Esquiva como la noche,
como la mano que te entorpecía,
como la trémula succión
insuficiente de la carne;
esquiva y veloz como la hoja
ensangrentada de un cuchillo,
como los filos de la nieve, como el esperma
que decora el embozo de las sábanas,
como la congoja de un niño
que se esconde para llorar.

Tratas de no saber y sabes
que ya está todo maniatado,
allí
donde pernocta el irascible
lastre del desamor, sombra
partida por olvidos, desdenes,
llave que ya no abre ningún sueño:

La ausencia se aproxima
en sentido contrario al de la espera.



Poema Días Celestes de José Lupiáñez



Hay versos que guardaron la nostalgia
de hermosos cuerpos que abracé otro tiempo
y que aún avivan la memoria, inerme,
de muchos besos y de algunos nombres.

En otros aún resuenan las semillas,
las cuentas del azar que fue mi vida
y dejan sus sonidos en la mente,
las huellas de aquel paso de la gloria.

Palabras son, pero que así me llevan
de nuevo hasta tus manos o tus labios,
de nuevo a tu cintura en donde siguen
mis sueños aferrándose, ya en vano…

Sonajas venturosas de los versos:
vibrad ahora y espantad la cuitas;
traedme hasta esta esquina de mi casa
el sol, el son de aquellos días celestes.



Poema Desde La Torre Gálata de José Lupiáñez



Contempla allá esa luz
que hacia el poniente es sangre.
Esa luz que parece inventarse la ciudad
en sus atardeceres. Distinta cada día,
contémplala desde aquí y mira cómo asciende
desde la urbe que la sueña,
mientras se van haciendo eternos los perfiles
de cúpulas y de minaretes.
Quisiera el alma retener para siempre
este latido vivo que llega de la entraña
de la ciudad, este pálpito,
este rumor infinito de voces
que se mezclan y se contradicen.
Azota el viento el rostro y guarda el ojo
su lágrima penúltima
para gozar la acuosa imagen del milagro.
Por el Cuerno de Oro van mis sueños
que solté desde aquí, desde la Torre Gálata,
como un puñado de palomas.



Poema Don Juan En El Jardín de José Luis Piquero



La mitad de las chicas con las que me he acostado eran lesbianas.
He querido a mujeres con las que días antes no me hubiera atrevido ni
a soñar.
No sé, les atraía
mi aspecto de vampiro que bebe la sangre entre sus piernas,
de adolescente enfermo que mira fijamente,
tiene oscuras costumbres y el pulso tembloroso.

Yo no era un gran amante pero eso no importaba.

A menudo,
en mitad de una noche de copas o de hogueras
o en mañanas inmensas en que nadie parece querer irse a comer,
he sabido de pronto que los dos a la vez descorremos el velo.
Era siempre una amiga
y añadiré que tengo una fe inquebrantable en las ventajas de la asi-
duidad.

(Porque en ojos abiertos como libros
tiene gracia leer también, mientras su mano
cruza el mantel del mundo hacia mi mano).

De cualquier forma, uno no sabe nunca cómo ha ocurrido todo,
cuáles son las razones que la animan a ella y eso de la ocasión que pro-
sigue al deseo,
y he llegado a mi casa muchas noches oliéndome aún incrédulo las
manos y los labios.

Pienso en cuartos prestados, mientras enero empaña los cristales,
y un lugar junto a un río y un portal de paredes desconchadas en
Palacio Valdés,
un libro dedicado y una nota furtiva entre los dedos,
los sonetos y el humo de las noches
y la peca estratégica y el adorno del vello en vientres blancos, blancos:
escenarios, reliquias que atesoro con la codicia de un ladrón de
espejos,
diciéndome a mí mismo -y es mentira-
que nunca abarataba todos aquellos besos que en el fondo jamás he
merecido.

Las mujeres (haciéndonos regalos),
qué extrañas las mujeres.
Incluso si miramos atrás, a donde pacen
como sanos corderos los primeros recuerdos de las niñas.
Olían siempre bien, te gustaban sus juegos con canciones y sus cabe-
zas juntas contándose quién sabe.

Hay un jardín de niñas en la memoria de todos nosotros; simple-
mente
nosotros no teníamos un maldito jardín sino un patio con grava
y porterías,
y de ahí ser brutales y levantar las faldas de las chicas de 8º y escu-
pir en el suelo mientras las niñas corren.

Luego pasan los años de mal entendimiento y palabras difíciles;
las chicas nos enseñan lo que saben
y nosotros creemos que ya hemos ocupado su jardín.

Nos han dejado entrar pero no es nuestro.
Se desnudan delante de nosotros, respiramos su olor y dejamos en
ellas la alegre convulsión del perro amaestrado,
pero volvemos solos a ese patio con grava donde nosotros no somos
mujeres.

A dos velas, heridos de tener todo y nada.

Y por eso
quisiera ser mujer en alguna otra vida o en un sueño posible y
aprender el secreto.
No sé por qué se acuestan con los hombres
-se tienen a sí mismas- si después
tan sólo nos instruyen en lo más evidente.

Aunque luego -lo admito- yo mismo me he acostado con unos
cuantos hombres,
y he recordado siempre lo que aprendí con ellas:
presta mucha atención
a las cosas pequeñas que adornan cualquier cuerpo
e, igual que en casa, cómetelo todo.



Poema Días De 1988 Y 1989 de José Luis Piquero



Me acuerdo de las noches, siempre muy tarde, que tocaba tu timbre
y me obligabas a subir.
Y yo estaba borracho, como siempre, y traía mi lista de pecados mor-
tales, y a lo mejor temía molestar y tú decías: venga, no seas
tonto, cuéntame qué te pasa. Y yo hablaba y hablaba, con la san-
gre en la boca de pura adolescencia pisoteada,
hasta que me dejaban sin palabras tus ojos y tu risa de certeza absolu-
ta de las cosas, porque estabas a salvo del dolor.
Y entonces, poco a poco, ibas desmenuzando mi lista de mentiras hasta
hacerme sentir demasiado pequeño y preocupado, pero a la vez
el mundo ya no era aquel lugar resbaladizo, ya todo estaba bien,
porque me habías salvado del dolor.

A veces, en alguna de esas noches, cuando yo ya te amaba más que a
nada en el mundo, surgía de pronto el ?pero? que había que
esquivar mediante subterfugios, toda la noche hablando,
y eso no era normal, siendo tú el implacable sabedor de las cosas que
no deja pasar nada por alto.
Y hoy entiendo que tú te dabas cuenta pero no decías nada y venga a
hablar y a hablar, y era porque sabías que yo era demasiado vul-
nerable y cobarde,
y es que aquel ?pero? éramos simplemente nosotros.

Y luego tú te fuiste a otra ciudad.
Y cuando regresaste nos mentimos.
Y te volviste a ir.
Y yo dejé las cosas como estaban.

Y hoy has vuelto, después de varios años. Pero ahora la muerte va con-
tigo en tu sangre, y esta vez es en serio, ya no es una palabra.
Me lo cuentas, qué puedo decir yo.
Y lo siento, lo siento. Tú sonríes: no puede hacerse nada, me consue-
las a mí porque tú nuevamente vives con las certezas y no hay
mayor certeza que la muerte.
Y yo he cambiado tanto, pero aún soy el mismo en las cosas peores:
ya no soy vulnerable, sigo siendo un cobarde, oculto tras los mis-
mos subterfugios, y como siempre tú ya lo has adivinado.
Que he ido sustituyendo poco a poco mis sueños por una amurallada
fortaleza de hábitos banales, que soy un egoísta e, igual que tan-
tos otros, ya no sé hacer preguntas.

Aunque cuando te vas se me ocurre, qué extraño, que ahora es cuan-
do de veras me arrepiento de haber sido un cobarde y no haber-
me acostado contigo entonces. Y ojalá lo supieses, pero no te lo
he dicho, igual que entonces.

Cómo me gustaría, ya es demasiado tarde, compensar tantos años de
ceguera, ser yo quien contestase a ese timbre en la noche, tener
los ojos sobrios para ver tu dolor.
Desmenuzar tu muerte y apuntalar el mundo, y decirte: Te quiero.
Conmigo estás a salvo. Ya no sientes dolor.



Poema Der, Die, Das de José Luis Piquero



Tu torpe Ich komme aus salva la tarde
de un día atroz. Pronuncias
encantadoramente
mal todas las palabras. Te has dejado
el libro en casa y yo te lo agradezco
sin decir nada. Llueve
tras el cristal oscuro que duplica
nuestras cabezas juntas. Soy feliz
y durante un instante son felices
la vida, los idiomas y las clases nocturnas,
la lluvia, las ventanas, los inviernos…

Mas, ¿qué será de mí mañana? Sigue
salvándome. No te marches a casa.
Durmamos en la Escuela. Yo te enseño
a pronunciar ich heisse y noch einmal.

De repente, una noche, nada importa.
Los gestos son los mismos tiernos gestos de siempre
y podemos jurarnos lo que quieras.

Pon tus ojos en mí, mira mis manos.
Repetiremos juntos un curso y luego otro.
Si es verdad que los hombres se mueren de sí mismos
yo no me moriré. Tú no te mueras.

Vamos a recorrer estos pasillos.
Nunca me dejes solo. No te vayas
a casa cuando el timbre suene y suene…



Poema Defensa De La Familia de José Luis Piquero



Yo aprendí en el hogar en que se funda
la dicha más perfecta…
Gabriel y Galán

Aquí donde no tienen cabida los maricas
y a cometer los propios errores se prefiere
cometer los errores tranquilos de los padres,
uno es merecedor de este legado:
seguridad y pan,
paz y severidad y algún consejo.

Y, piénsalo, no es poco
si tras esa ventana miras el mundo hostil
en donde los extraños a su vez se amontonan
en cómodas colmenas y contraen
también sólidos vínculos frente a ti y a los tuyos.

Un modo complicado
de sentirnos seguros, la familia.

Porque probablemente es cierto todo eso
de que se hará por ti lo que haga falta,
que responder de ti para eso estamos
y que en cualquier momento, porque nunca se sabe.

Y luego están las fotos, los recuerdos,
verano aquí y allá, noches de Reyes,
tantos besos ruidosos en mejillas que lloran,
cumpleaños, juguetes… Y todo agradecible.

No hay duda, te enseñaron
muy bien cómo se juega a la familia:
intereses y afectos, en sutil equilibrio,
delimitan el campo donde mueves las piezas,
y lo que resta al fin es un modelo
y una conciencia, un orden de la dicha.

Así que nunca cortes
un árbol que es más viejo que tú mismo
y haz pronto de tus padres abuelos complacientes.

¿O vas a aventurarte entre vados ajenos
a pecho descubierto, con tu cara
y ademanes -pardillo-, solamente
por no deber a nadie, a ver, qué logros
o cuál identidad que no repita
esa mirada en sepia de cuantos te preceden?

Alguna noche ociosa,
mientras la porcelana duerme el sueño
de las cosas inútiles y adorna
para nadie el jarrón y están los cuadros
contentos de ser manchas en la pared del fondo,

tú te preguntas

de dónde viene esta capacidad
de adaptación y si imitamos tanto
por puro instinto de supervivencia,
si habrá algo esencial que aún ignoramos
sobre nosotros mismos, otra forma
de no ofender a nadie y ser distintos.

Y si en el mundo queda todavía
una maldita cosa que sea gratis.



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