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Poema Como Espadas En Desorden de Alvaro Mutis



Mínimo homenaje a Stéphane Mallarmé

Como espadas en desorden
la luz recorre los campos.
Islas de sombra se desvanecen
e intentan, en vano, sobrevivir más lejos.
Allí, de nuevo, las alcanza el fulgor
del mediodía que ordena sus huestes
y establece sus dominios.
El hombre nada sabe de estos callados combates.
Su vocación de penumbra, su costumbre de olvido,
sus hábitos, en fin, y sus lacerias,
le niegan el goce de esa fiesta imprevista
que sucede por caprichoso designio
de quienes, en lo alto, lanzan los mudos dados
cuya cifra jamás conoceremos.
Los sabios, entretanto, predican la conformidad.
Sólo los dioses saben que esta virtud incierta
es otro vano intento de abolir el azar.



Poema Ciudad de Alvaro Mutis



Un llanto,
un llanto de mujer
interminable,
sosegado,
casi tranquilo.
En la noche, un llanto de mujer me ha despertado.
Primero un ruido de cerradura,
después unos pies que vacilan
y luego, de pronto, el llanto.
Suspiros intermitentes
como caídas de un agua interior,
densa,
imperiosa,
inagotable,
como esclusa que acumula y libera sus aguas
o como hélice secreta
que detiene y reanuda su trabajo
trasegando el blanco tiempo de la noche.
Toda la ciudad se ha ido llenando de este llanto,
hasta los solares donde se amontonan las basuras,
bajo las cúpulas de los hospitales,
sobre las terrazas del verano,
en las discretas celdas de la prostitución,
en los papeles que se deslizan por solitarias avenidas,
con el tibio vaho de ciertas cocinas militares,
en las medallas que reposan en joyeros de teca,
un llanto de mujer que ha llorado largamente
en el cuarto vecino,
por todos los que cavan sus tumba en el sueño,
por los que vigilan la mina del tiempo,
por mí que lo escucho
sin conocer otra cosa
que su frágil rodar por la intemperie
persiguiendo las calladas arenas del alba.



Poema Cita de Alvaro Mutis



Bien sea en la orilla del río que baja de la cordillera
golpeando sus aguas contra troncos y metales dormidos,
en el primer puente que lo cruza y que atraviesa el tren
en un estruendo que se confunde con el de las aguas;
allí, bajo la plancha de cemento,
con sus telarañas y sus grietas
donde moran grandes insectos y duermen los murciélagos;
allí, junto a la fresca espuma que salta contra las piedras;
allí bien pudiera ser.
O tal vez en un cuarto de hotel,
en una ciudad a donde acuden los tratantes de ganado,
los comerciantes en mieles, los tostadores de café.
A la hora de mayor bullicio en las calles,
cuando se encienden las primeras luces
y se abren los burdeles
y de las cantinas sube la algarabía de los tocadiscos,
el chocar de los vasos y el golpe de las bolas de billar;
a esa hora convendría la cita
y tampoco habría esta vez incómodos testigos,
ni gentes de nuestro trato,
ni nada distinto de lo que antes te dije:
una pieza de hotel, con su aroma a jabón barato
y su cama manchada por la cópula urbana
de los ahítos hacendados.
O quizá en el hangar abandonado en la selva,
a donde arrimaban los hidroaviones para dejar el correo.
Hay allí un cierto sosiego, un gótico recogimiento
bajo la estructura de vigas metálicas
invadidas por el óxido
y teñidas por un polen color naranja.
Afuera, el lento desorden de la selva,
su espeso aliento recorrido
de pronto por la gritería de los monos
y las bandadas de aves grasientas y rijosas.
Adentro, un aire suave poblado de líquenes
listado por el tañido de las láminas.
También allí la soledad necesaria,
el indispensable desamparo, el acre albedrío.
Otros lugares habría y muy diversas circunstancias;
pero al cabo es en nosotros
donde sucede el encuentro
y de nada sirve prepararlo ni esperarlo.
La muerte bienvenida nos exime de toda vana sorpresa.



Poema Canción Del Este de Alvaro Mutis



A la vuelta de la esquina
un ángel invisible espera;
una vaga niebla, un espectro desvaído
te dirá algunas palabras del pasado.
Como agua de acequia, el tiempo
cava en ti su arduo trabajo
de días y semanas,
de años sin nombre ni recuerdo.
A la vuelta de la esquina
te seguirá esprando vanamente
ése que no fuiste, ése que murió
de tanto ser tú mismo lo que eres.
Ni la más leve sospecha,
ni la más leve sombra
te indica lo que pudiera hber sido
ese encuentro. Y, sin embargo,
allí estaba la clave
de tu breve dicha sobre la tierra.



Poema Cada Poema de Alvaro Mutis



Cada poema un pájaro que huye
del sitio señalado por la plaga.
Cada poema un traje de la muerte
por las calles y plazas inundadas
en la cera letal de los vencidos.
Cada poema un paso hacia la muerte,
una falsa moneda de rescate,
un tiro al blanco en medio de la noche
horadando los puentes sobre el río,
cuyas dormidas aguas viajan
de la vieja ciudad hacia los campos
donde el día prepara sus hogueras.
Cada poema un tacto yerto
del que yace en la losa de las clínicas,
un ávido anzuelo que recorre
el limo blando de las sepulturas.
Cada poema un lento naufragio del deseo,
un crujir de los mátiles y jarcias
que sostienen el peso de la vida.
Cada poema un estruendo de lienzos que derrumban
sobre el rugir helado de las aguas
el albo aparejo del velamen.
Cada poema invadiendo y desgarrando
la amarga telaraña del hastío.
Cada poema nace de un ciego centinela
que grita al hondo hueco de la noche
el santo y seña de su desventura.
Agua de sueño, fuente de ceniza,
piedra porosa de los mataderos,
madera en sombra de las siemprevivas,
metal que dobla por los condenados,
aceite funeral de doble filo,
cotidiano sudario del poeta,
cada poema esparce sobre el mundo
el agrio cereal de la agonía.



Poema Batallas Hubo de Alvaro Mutis



I
Casi al amanecer, el mar morado,
llanto de las adormideras, roca viva,
pasto a las luces del alba,
triste sábana que recoge entre asombros
la mugre del mundo.
Casi al amanecer, en playas pizarra
y agudos caracoles y cortantes corolas,
batallas hubo, grandes guerras mudas
dejaron sus huellas.
Se trataba, por fin,
del amor y sus hirientes hojas,
nada nuevo.
Batallas hubo a orillas del mar
que rebota ciego y desordenado,
como un reptil preso en los cristales del alba.
Cenizas del amor en los altares del mundo,
nada nuevo.

II

De nada vale esforzarse en tan viejas hazañas,
ni alzar el gozo hasta las más altas cimas de la ola,
ni vigilar los signos que anuncian la muda invasión
nocturna y sideral que reina sobre las extensiones.
De nada vale.
Todo torna a su sitio usado y pobre
y un silencio juicioso se extiende, polvoso y denso,
sobre cada cosa, sobre cada impulso
que viene a morir contra la cerrada coraza de los días.
Las tempestades vencidas, los agitados viajes,
sólo al olvido acuden, en su hastiado dominio
se precipitan y preparan nuevas incursiones
contra la vieja piel del hombre
que espera a su fin
como pastor de piedra ingenua y a ciegas.

III

Y hay también el tiempo que rueda interminable,
persistente, usando y cambiando,
como piedra que cae o carreta que se desboca.
El tiempo, muchacha, que te esconde en su pecho
con tus manos seguras y tu melena de legionaria
y algo de tu piel que permanece;
el tiempo, en fin, con sus armas ocultas.
Nada nuevo.



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